INTERCULTURALIDAD COMO RUPTURA: SABER, PODER Y ALTERIDAD EN DISPUTA

 INTERCULTURALIDAD COMO RUPTURA: SABER, PODER Y ALTERIDAD EN DISPUTA

¿Qué ocurre cuando lo que se presenta como verdad universal no es más que el reflejo de una única cultura impuesta como norma? En Interculturalidad, Vivir la diversidad, Josef Estermann plantea una crítica frontal al pensamiento occidental moderno y a su pretensión de neutralidad, abriendo paso a una propuesta epistemológica y política profundamente transformadora. Lejos de promover una mera convivencia entre culturas, su obra desmantela las estructuras de poder que sostienen la hegemonía simbólica de Occidente y reivindica la pluralidad de saberes, cosmovisiones y formas de vida. Este ensayo se propone explorar críticamente las ideas centrales del texto, examinando el alcance y los desafíos de una interculturalidad que no busca integrar la diferencia, sino descolonizar el modo en que entendemos el conocimiento, la identidad y la alteridad.

El pensamiento occidental ha desarrollado una noción de conocimiento fundada en la pretensión de universalidad, objetividad y neutralidad. Esta racionalidad moderna, de raíz eurocéntrica, ha instaurado un modelo epistemológico basado en la separación sujeto-objeto, en la lógica binaria y en la jerarquización de saberes. A través de esta lente, las culturas no occidentales han sido históricamente interpretadas como expresiones particulares, deficitarias o primitivas. Desde esta perspectiva, el conocimiento válido es aquel que se ajusta a los parámetros de la ciencia moderna, y todo lo que se aparte de ese canon es relegado al terreno del mito, la superstición o el folclore.

Frente a este paradigma, la propuesta intercultural plantea una subversión radical. No se trata de incluir a los otros en el mismo juego epistémico, sino de cuestionar las reglas mismas del juego. “La epistemología moderna se presenta como única, universal y superior, negando otras formas de saber y de conocer que no encajan en su lógica”. La interculturalidad, en cambio, reivindica la pluralidad epistémica como una condición constitutiva de la humanidad, y no como una concesión tolerante del saber hegemónico. No se trata de sumar culturas, sino de transformar el modo en que se produce, se valida y se transmite el conocimiento.

En muchos discursos contemporáneos, especialmente en contextos neoliberales, la diversidad cultural ha sido promovida bajo el signo del multiculturalismo. Sin embargo, esta perspectiva, aunque en apariencia abierta y respetuosa, opera bajo una lógica de tolerancia asimétrica. Las culturas son reconocidas en su diferencia, pero no se cuestiona el marco epistémico, político y ontológico que las ordena jerárquicamente. Así, el multiculturalismo se convierte en una estrategia de inclusión sin transformación, una forma de gestión de la diferencia funcional al statu quo.

La interculturalidad crítica se desmarca de esta postura. “No basta con convivir o tolerar; es necesario cuestionar las estructuras de dominación que configuran la relación entre culturas”. En este sentido, la propuesta no es meramente ética, sino también política. Implica una redistribución del poder simbólico y material, una descolonización de la racionalidad que permita el surgimiento de un espacio verdaderamente plural. La interculturalidad, tal como se concibe aquí, no es un modelo armónico de coexistencia, sino una zona de conflicto, negociación y creación de nuevos sentidos compartidos.

Uno de los aportes más relevantes del enfoque intercultural es la noción de “epistemología de la frontera”. Esta idea parte del reconocimiento de que los saberes no están aislados en compartimentos estancos, sino que se encuentran en constante interacción, conflicto y transformación. Las fronteras culturales no son líneas fijas, sino zonas vivas de cruce, traducción y reconfiguración. En este sentido, la interculturalidad no es una teoría cerrada, sino un proceso inacabado, una práctica situada que se construye en el entrelugar de las diferencias.

Esta epistemología no se limita a articular una pluralidad de saberes, sino que propone una crítica a los fundamentos del conocimiento moderno. “Se trata de pensar desde los márgenes, desde los saberes subalternos, desde la experiencia de los pueblos originarios y afrodescendientes que han sido sistemáticamente excluidos de la construcción del saber legítimo”. El conocimiento, en este marco, no es solo una actividad cognitiva, sino también ética, política y espiritual. Involucra una relación integral con la realidad, en la que el cuerpo, la comunidad y la tierra tienen un lugar central.

Asimismo, una de las tesis más incisivas que atraviesan la propuesta intercultural es la denuncia de la colonialidad del saber. Esta noción, desarrollada por varios pensadores decoloniales, señala que la modernidad no solo impuso un modelo económico y político, sino también un régimen de verdad que deslegitimó otras formas de conocimiento. El colonialismo no terminó con la independencia de los estados; se prolongó en la forma de una hegemonía epistémica que sigue operando en los sistemas educativos, en las ciencias sociales, en los discursos filosóficos.

Desde esta perspectiva, “todo saber implica una relación de poder, y toda práctica de conocimiento está situada en un contexto histórico, geopolítico y cultural específico”. La interculturalidad crítica no se contenta con reconocer esta situación; busca revertirla mediante una reapropiación de los saberes ancestrales y una reconfiguración del diálogo intercultural. Pero este diálogo no puede estar basado en una lógica de traducción unilateral, sino en una disposición real a ser transformado por el otro, a dejarse interpelar por aquello que desestabiliza los marcos conocidos.

Otro de los ejes fundamentales de la propuesta intercultural es la revalorización de la dimensión espiritual del conocimiento. Mientras que la modernidad ha separado radicalmente el saber de la vida, estableciendo una distancia entre sujeto y objeto, la cosmovisión andina, por ejemplo, concibe el conocimiento como una relación de reciprocidad con el mundo. El saber no se posee, se cultiva; no se impone, se comparte; no se abstrae, se encarna.

En este horizonte, “la sabiduría no se mide por la capacidad de dominar la naturaleza, sino por la armonía con la totalidad de lo viviente”. Esta visión plantea una crítica profunda al antropocentrismo y al racionalismo instrumental, y ofrece una alternativa ontológica que tiene implicancias éticas y políticas de gran alcance. Reconocer la relacionalidad como principio epistemológico significa también repensar la educación, la ciencia y la filosofía desde un paradigma del cuidado, del vínculo y de la reciprocidad.

Por otro lado, la interculturalidad no solo interpela a la epistemología, sino también a la política. Su despliegue implica necesariamente una crítica a las estructuras de poder que han sostenido la monoculturalidad como norma y modelo civilizatorio. No es casual que el discurso intercultural haya emergido con fuerza desde América Latina, una región marcada por siglos de colonialismo, mestizaje forzado y exclusión sistemática de las voces indígenas y afrodescendientes. En este contexto, la lucha por la interculturalidad se entrelaza con los procesos de descolonización, en tanto exige el desmontaje de un sistema que ha subordinado culturas enteras a los valores y símbolos de Occidente. “Descolonizar no es retroceder en el tiempo, sino liberar el porvenir de las cadenas del pensamiento único”. Esta afirmación revela que el horizonte intercultural es también un horizonte de emancipación.

Desde esta óptica, el concepto de descolonización adquiere una densidad filosófica que va más allá de la restitución de derechos o del reconocimiento institucional. Se trata de una transformación profunda de las subjetividades, de los imaginarios y de los vínculos que configuran lo social. La interculturalidad no puede reducirse a una estrategia de gestión de la diversidad; es un proceso de reconstrucción simbólica en el que se pone en juego la posibilidad misma de pensar desde otro lugar. “La mente colonizada no se libera solo con decretos, sino con nuevos lenguajes que permitan nombrar el mundo desde el nosotros”. Este giro hermenéutico implica no solo una crítica al eurocentrismo, sino también una reapropiación activa de los saberes y sentires que han sido históricamente silenciados.

Una esfera central de esta reapropiación es el cuerpo. La corporalidad, frecuentemente ignorada por las epistemologías racionalistas, reaparece en las propuestas interculturales como lugar de saber, memoria y resistencia. Las prácticas rituales, las danzas, los modos de habitar el espacio y el tiempo, son formas de conocimiento que no pasan por la abstracción lógica, sino por la vivencia encarnada. En este sentido, la interculturalidad implica una revalorización de la experiencia como fuente legítima de comprensión. “El cuerpo sabe antes que la mente, y recordar es también volver a habitar una forma de estar en el mundo”. Esta afirmación desafía los fundamentos de una racionalidad que ha despreciado lo sensible en nombre de lo universal.

En esta clave, el diálogo intercultural no puede entenderse como una simple traducción de términos, sino como una mediación simbólica compleja, donde se confrontan no solo idiomas, sino ontologías. Las palabras no significan lo mismo en todas las culturas; tampoco los silencios, los gestos o las emociones. El riesgo de una comunicación intercultural superficial es perpetuar el malentendido, o peor aún, imponer una semántica que anula la diferencia. Por eso, la propuesta exige “una hermenéutica diatópica, un ir y venir entre mundos semánticos que no se reducen uno al otro, pero que pueden encontrarse en la escucha profunda”. Esta ética de la escucha no presupone una armonía automática, sino una disposición a sostener la incomodidad de lo no traducible.

Por otra parte, el enfoque intercultural obliga a repensar las nociones de desarrollo y progreso. Durante siglos, estas ideas han servido para justificar la imposición de un modelo económico y cultural que ha devastado ecosistemas, disuelto vínculos comunitarios y generado profundas desigualdades. En contraposición, las cosmovisiones indígenas proponen una lógica del vivir bien, basada en la reciprocidad, la complementariedad y la sostenibilidad. No se trata de idealizar estas visiones, sino de reconocer que contienen una crítica implícita al paradigma moderno. “El desarrollo no puede ser medido solo en términos de acumulación, sino en la calidad de los vínculos que sostienen la vida”. Esta redefinición cuestiona tanto los fines como los medios de la política global contemporánea.

Finalmente, la interculturalidad plantea un desafío a la educación. Los sistemas educativos modernos han funcionado históricamente como mecanismos de homogeneización cultural, invisibilizando los saberes locales y promoviendo una racionalidad abstracta y desvinculada de los contextos. La propuesta intercultural reclama una pedagogía situada, que parta de las lenguas, los territorios y las memorias colectivas de los pueblos. “Educar no es llenar de contenidos, sino abrir caminos para que cada quien pueda narrarse desde su propia raíz”. En este sentido, el aula se convierte en un espacio de encuentro y creación, donde la diversidad no es un obstáculo, sino una fuente de aprendizaje mutuo.

La propuesta intercultural, sin embargo, no está exenta de tensiones. Uno de sus principales desafíos consiste en evitar caer en un esencialismo inverso que idealice los saberes ancestrales sin someterlos también a una crítica rigurosa. No se trata de sustituir una hegemonía por otra, sino de construir un espacio de co-creación que reconozca la complejidad y la diversidad de las culturas, incluidas sus contradicciones internas.

Otro riesgo importante es la cooptación institucional del discurso intercultural, especialmente en contextos estatales y académicos, donde puede perder su potencia crítica y convertirse en una retórica vacía. “La interculturalidad no debe ser una política de inclusión subordinada, sino una práctica transformadora que cuestione los cimientos del poder colonial-moderno”. Esto implica una vigilancia constante sobre los usos y abusos del término, y una disposición a mantener viva su carga disruptiva.

En definitiva, la interculturalidad no es una consigna, ni una moda académica, ni una estrategia de marketing político. Es una apuesta radical por repensar el mundo desde sus márgenes, una invitación a desandar los caminos del pensamiento único y a abrirse a una pluralidad de saberes, lenguajes y mundos posibles. Su fuerza no reside en ofrecer un nuevo sistema cerrado, sino en sostener el movimiento de apertura, de escucha y de transformación recíproca.

En un momento histórico en que las crisis ecológicas, sociales y epistémicas se entrelazan en un colapso civilizatorio, esta propuesta se presenta como una alternativa profunda y urgente. No se trata de adaptar las culturas subalternas al modelo dominante, sino de permitir que lo dominante se desestabilice, se descentre, se deje afectar por aquello que ha excluido. En este gesto reside su potencia transformadora: no en la armonía forzada, sino en la tensión creativa de lo diverso. “Otro mundo es posible”, reza una consigna. La interculturalidad crítica sugiere que ese mundo ya existe, en los bordes, en los intersticios, en las resistencias que no se dejan domesticar por la lógica del uno. Lo que está en juego, entonces, no es solo una nueva forma de relación entre culturas, sino una nueva forma de habitar la humanidad.

REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA

Estermann, J. (2010). Interculturalidad: Vivir la diversidad. Instituto Superior Ecuménico Andino de Teología (ISEAT).

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