Necropolítica: La soberanía como gestión de la muerte en los márgenes del poder

Necropolítica: La soberanía como gestión de la muerte en los márgenes del poder

El poder contemporáneo no se define únicamente por su capacidad para organizar la vida, sino por su facultad siniestra de decidir qué cuerpos pueden ser exterminados sin consecuencia. En Necropolítica, Achille Mbembe desentraña esta dinámica, que escapa a las categorías convencionales del pensamiento político occidental, para revelar que en los márgenes de la modernidad, la soberanía ha mutado en una administración estratégica de la muerte. El espacio político, lejos de ser un campo de deliberación, se convierte en un territorio de eliminación selectiva, donde la exclusión no significa simplemente marginación, sino aniquilación.

Este ensayo busca desplegar una lectura crítica y reflexiva sobre los núcleos conceptuales que estructuran la obra, proponiendo una interpretación de la necropolítica como un régimen de poder que encuentra en el cuerpo el lugar privilegiado de su ejercicio. A diferencia de las aproximaciones clásicas que se centran en la preservación de la vida y el bienestar de la población, esta perspectiva obliga a pensar el poder desde su reverso: desde la posibilidad de matar, de infligir sufrimiento, de suspender la humanidad de los otros. Al examinar las formas de soberanía, guerra, ocupación, y racismo que estructuran esta política de la muerte, se pretende comprender no solo los mecanismos de exclusión, sino la producción activa de vidas prescindibles.

Más que un texto teórico, Necropolítica es una denuncia urgente de las estructuras globales que legitiman la violencia, normalizan el exterminio y transforman al mundo en un vasto campo de cadáveres jerarquizados. Este escrito se adentra en esa denuncia con el propósito de desentrañar sus implicaciones éticas y políticas, preguntándose qué significa habitar un tiempo en el que el derecho a vivir ha dejado de ser universal para convertirse en un privilegio restringido.

La propuesta crítica se inscribe en un debate que, aunque enraizado en la filosofía política contemporánea, desborda sus márgenes disciplinarios. A partir de los planteamientos de Foucault sobre el biopoder, se asume que el poder moderno se ejerce sobre la vida, bajo una lógica que privilegia la gestión de los cuerpos y las poblaciones. Sin embargo, se revela que esta tesis, aunque esclarecedora en contextos europeos, resulta insuficiente para dar cuenta de los dispositivos de dominación que operan más allá del marco liberal.

Lo que se plantea, en cambio, es que en amplias zonas del mundo el poder no se limita a organizar la vida, sino que se despliega como una economía sistemática de la muerte. El soberano no solo deja morir: mata. Y lo hace deliberadamente, sin disimulo, como parte de una estrategia que tiene por objeto controlar territorios, cuerpos, subjetividades. El poder soberano consiste en gran medida en el ejercicio de un control sobre la mortalidad, y en la definición de la vida como la implementación y manifestación de ese poder. La distinción clásica entre “hacer vivir” y “hacer morir” se descompone en contextos donde la violencia es estructural, continua, legítima.

Así, se redefine la soberanía no como capacidad de legislar, sino como potestad de decidir quién puede ser eliminado sin que esa muerte sea contada. La necropolítica no aparece como una patología del sistema, sino como su núcleo operativo. Y en este marco, el cuerpo, en especial el cuerpo racializado, colonizado o migrante, se convierte en el objeto privilegiado del poder letal. La existencia humana es regulada desde su umbral más precario, y la muerte ya no es una consecuencia marginal de la política, sino su motor interno.

Las colonias modernas serían el espacio originario en el que se ensaya esta forma extrema de soberanía. En el régimen colonial, el dominio se impone sin límites legales, sin reconocimiento del otro como sujeto. La violencia no es un exceso, sino un principio de organización. El sistema colonial se basa en la exclusión radical de las poblaciones subyugadas, a las que se les niega todo estatuto político, jurídico y ontológico. Su existencia no cuenta, su sufrimiento no importa, su eliminación es funcional al proyecto imperial.

Este modelo de poder no desaparece con las independencias formales. Se reactualiza bajo nuevas formas: ocupaciones militares, enclaves de guerra permanente, zonas de excepción jurídicas. En estos espacios, la soberanía se ejerce mediante la militarización total del territorio, la fragmentación del espacio, la vigilancia continua, el confinamiento forzado. La colonización no termina, sino que muta: se vuelve más invisible, más tecnificada, más legitimada por discursos de seguridad, civilización o desarrollo.

Lo que se perpetúa es la lógica de la deshumanización. El otro no es interlocutor, ni siquiera enemigo reconocido. Es figura abyecta, amenaza sin rostro, presencia cuya mera existencia resulta intolerable. Matar al otro no implica la trasgresión de ninguna norma: es más bien la restauración de un orden supuestamente natural. El exterminio no necesita justificación porque el cuerpo colonizado ya ha sido previamente despojado de humanidad. En este contexto, el campo de batalla deja de ser un lugar delimitado y se convierte en una condición de existencia. La guerra no tiene inicio ni final claros. Es un estado permanente, una atmósfera enrarecida en la que se vive con la muerte respirando al cuello.

La necropolítica no se limita a acciones puntuales de exterminio. Su eficacia radica en la creación de dispositivos espaciales que hacen de la muerte un horizonte cotidiano. Las zonas de ocupación, los guetos, los campos de detención, las favelas militarizadas, los territorios sin Estado, todos ellos configuran formas espaciales del abandono, en los que la ley ha sido suspendida y la vida se sostiene únicamente a través de la resistencia precaria.

En estas geografías letales, el cuerpo es inmovilizado, vigilado, expuesto, confinado. Los checkpoints, los drones, los muros de separación, las cámaras de seguridad, todos estos artefactos constituyen tecnologías de dominación que hacen de la movilidad un privilegio y de la quietud una condena. El cuerpo del otro está marcado como objetivo: su mera circulación es sospechosa, su existencia debe ser controlada, su muerte puede ser anticipada.

En este punto, el análisis del caso palestino resulta paradigmático. La ocupación de los territorios no se expresa solo en la presencia militar, sino en la imposibilidad misma de habitar el espacio con dignidad. Los asentamientos, las incursiones armadas, el control del agua, la destrucción de viviendas, todo está diseñado para crear una atmósfera de asfixia. No se trata de matar en sentido clásico, sino de producir una muerte lenta, administrada, silenciosa. Una existencia marcada por el trauma, el miedo y la imposibilidad de futuro.

Estas estrategias no son exclusivas de contextos bélicos. En los márgenes urbanos del sur global, la lógica es la misma. Las poblaciones pobres y racializadas son encerradas en circuitos de violencia estructural, sin acceso a derechos, sin garantías jurídicas, sin posibilidad de movilidad. Su eliminación no requiere ejecuciones formales: basta con el abandono, con la indiferencia, con la exposición constante al riesgo. La necropolítica se ejerce tanto por acción directa como por omisión deliberada.

Uno de los hilos más profundos del texto es la articulación entre poder letal y racialización. El racismo no aparece aquí como un residuo cultural o una patología ideológica, sino como una lógica estructurante del orden moderno. Permite jerarquizar los cuerpos, decidir quién pertenece al mundo de los vivos y quién puede ser eliminado sin escándalo. No es una desviación del proyecto ilustrado: es su reverso necesario.

La figura del esclavo negro en la modernidad es ilustrativa de este proceso. No se trata simplemente de un sujeto dominado, sino de una no persona, de un cuerpo sin derechos, sin historia, sin palabra. Su condición no era solo de propiedad, sino de exclusión ontológica. El esclavo no podía morir, porque nunca había vivido plenamente. Esta forma de deshumanización extrema se reactualiza hoy en las múltiples violencias contra los cuerpos negros: brutalidad policial, encarcelamiento masivo, pobreza estructural, precarización vital.

Pero el racismo no se reduce a una cuestión de color. También funciona contra el migrante, el indígena, el musulmán, el pobre. Se trata de una lógica que identifica al otro como amenaza, lo despoja de ciudadanía plena y lo convierte en objeto de sospecha. En ese marco, la muerte puede ser administrada con eficiencia: disparos policiales, naufragios evitables, deportaciones, encierros indefinidos. El cuerpo racializado es el cuerpo necropolítico por excelencia: aquel que puede ser aniquilado sin duelo ni justicia.

La política de la muerte no se agota en el acto de matar. También se expresa en la manera en que los cuerpos muertos son exhibidos, ocultados o instrumentalizados. El cadáver se convierte en lenguaje del poder: puede ser expuesto como advertencia, desaparecido como mensaje, numerado como estadística. El poder no cesa con la muerte del cuerpo: se prolonga a través del cadáver, lo convierte en herramienta pedagógica, en símbolo de castigo, en residuo político.

Las formas contemporáneas de desaparición forzada, las fosas comunes, los cuerpos no identificados, son síntomas de un poder que no se satisface con matar. Necesita borrar la memoria, destruir los signos, silenciar el duelo. La necropolítica exige no solo que el otro muera, sino que su muerte carezca de sentido, de historia, de relato. Es un régimen que administra el olvido con la misma eficiencia con que produce el exterminio.

Al mismo tiempo, se revela que esta política no es exclusiva de los regímenes dictatoriales. También opera en las democracias neoliberales, que externalizan la violencia, tercerizan la guerra, privatizan la seguridad, criminalizan la pobreza. La necropolítica se esconde bajo el lenguaje de la eficiencia, del orden, de la meritocracia. Se mata sin declarar la guerra, se extermina sin balas, se excluye sin proclamas. La modernidad no ha superado la barbarie: la ha sofisticado.

En síntesis, la obra aquí analizada no ofrece respuestas fáciles ni consuelos morales. Su potencia reside en la crudeza con que expone los fundamentos violentos del orden global. Al desmantelar las ficciones del humanismo liberal, obliga a confrontar el hecho de que el poder no se ejerce para proteger la vida, sino para decidir cuáles vidas importan y cuáles pueden ser eliminadas. La política no se define por la deliberación, sino por la capacidad de administrar la muerte.

Pensar desde la necropolítica implica rechazar las narrativas que ocultan la violencia bajo discursos de progreso, desarrollo o seguridad. Exige escuchar los cuerpos que gritan desde el margen, desde el campo de refugiados, la cárcel, la fosa, la frontera. Requiere entender que no hay paz posible mientras el mundo se organice en torno a la jerarquía de los cuerpos, al cálculo del exterminio, al silencio de las víctimas.

En esta tarea urgente, el pensamiento desplegado por Mbembe no es solo una herramienta analítica: es un llamado ético. No basta con describir la muerte. Es necesario resistir su normalización, imaginar otras formas de comunidad, de vida, de justicia. Es necesario reconstruir lo político desde el cuidado, la dignidad y el reconocimiento radical del otro. Solo así será posible desmontar el régimen de la muerte que nos habita. Solo así podrá la política dejar de ser el arte de matar.

REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA

Mbembe, A. (2011). Necropolítica: seguido de Sobre el gobierno privado indirecto (E. Falomir Archambault, Trad.). Editorial Melusina.


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