CONFLICTO Y PACIFICACIÓN
CONFLICTO Y PACIFICACIÓN
No
existe sociedad sin conflicto. Incluso la idea de una comunidad perfectamente
armoniosa resulta, en última instancia, una construcción ideológica que
desconoce la naturaleza profundamente dialógica y contradictoria de las
relaciones humanas. En efecto, el conflicto no es simplemente una desviación
patológica del orden social, sino un fenómeno constitutivo de toda interacción
entre sujetos con intereses, valores o aspiraciones divergentes. Lo paradójico
es que, al mismo tiempo que los conflictos generan sufrimiento, desorganización
e incluso violencia, también pueden funcionar como motores de transformación,
crecimiento y reconfiguración social. Esta doble condición —destructiva y
constructiva— convierte al conflicto en un objeto de análisis privilegiado para
la psicología social, disciplina que ha desarrollado, especialmente desde
mediados del siglo XX, un cuerpo teórico y empírico robusto para comprender no
sólo sus causas y dinámicas, sino también sus posibilidades de resolución y
pacificación.
El
presente ensayo tiene por objetivo explorar el fenómeno del conflicto desde una
perspectiva psicosocial, articulando conceptualizaciones de orden psicológico y
sociológico, así como enfoques contemporáneos que reconocen el carácter
estructural, identitario y cultural de los enfrentamientos humanos. Partiendo
del supuesto de que los conflictos no son accidentes sino expresiones de
tensiones reales y simbólicas, se argumentará que su gestión eficaz —lejos de
requerir simplemente estrategias técnicas de resolución— exige una comprensión
profunda de las motivaciones, percepciones, emociones y contextos que lo
sostienen. Asimismo, se analizarán las posibilidades de pacificación desde una
lógica transformadora, que no se limita a reprimir el conflicto, sino que
apunta a reconstruir los vínculos, las narrativas y las condiciones sociales
que lo engendran.
Desde
una perspectiva psicológica clásica, el conflicto ha sido concebido como una
tensión interna entre deseos, metas o impulsos incompatibles. Kurt Lewin
(1935), pionero de la psicología social moderna, propuso una tipología básica
de conflictos intrapsíquicos —aproximación-aproximación, evitación-evitación y
aproximación-evitación— que, aunque centrada en el individuo, sentó las bases
para pensar los conflictos interpersonales en términos de campos de fuerzas
dinámicas. Más allá del nivel individual, la psicología social contemporánea ha
enfatizado que los conflictos entre personas o grupos están mediados por
procesos de percepción social, atribución causal, emociones, normas y
pertenencias identitarias (Deutsch, 1973; Bar-Tal, 2000).
El
conflicto, en este sentido, no se limita a una colisión objetiva de intereses,
sino que implica una construcción subjetiva de incompatibilidad. Es decir, se
configura cuando una de las partes percibe que sus objetivos, valores o
identidades están amenazados por la otra parte. Esta dimensión perceptual es
crucial, ya que muchas veces los conflictos no emergen de diferencias
materiales insalvables, sino de malentendidos, estereotipos, prejuicios o
desconfianzas acumuladas. Tajfel y Turner (1979), desde la teoría de la
identidad social, mostraron cómo la pertenencia a grupos sociales genera
procesos de categorización y favoritismo endogrupal que, en contextos
determinados, pueden derivar en hostilidad hacia los exogrupos, dando lugar a
conflictos intergrupales incluso en ausencia de competencia directa.
Así, los
conflictos sociales no pueden ser reducidos a simples disonancias racionales:
están impregnados de emociones, simbolismos y narrativas históricas. Autores
como Kelman (1997) y Bar-Tal (2007) han enfatizado que en los conflictos
prolongados —como los de tipo étnico, nacional o religioso— se forma una
memoria colectiva del agravio, una narrativa del enemigo y una identidad basada
en el sufrimiento, que dificultan las posibilidades de reconciliación. En estos
casos, la solución del conflicto no puede ser meramente instrumental, sino que
requiere una transformación profunda de las identidades enfrentadas y una
reconstrucción compartida del sentido histórico.
En
paralelo, desde la sociología y la filosofía política, se ha señalado que los
conflictos no son sólo psicológicos o perceptuales, sino que tienen raíces
estructurales. Marx (1867) situó el conflicto en el centro de su teoría social,
al conceptualizarlo como expresión de la lucha entre clases por el control de
los medios de producción. Más recientemente, autores como Bourdieu (1990) y
Fraser (2003) han insistido en que los conflictos contemporáneos combinan
dimensiones económicas, culturales y simbólicas, lo que exige un enfoque
interseccional y crítico. Desde esta perspectiva, la psicología social tiene el
desafío de no reducir los conflictos a problemas de comunicación o prejuicio,
sino de analizarlos también como producto de desigualdades de poder, distribución
injusta de recursos o exclusiones sistemáticas.
El
enfoque psicosocial, precisamente, se nutre de este cruce entre lo individual y
lo estructural, entre lo afectivo y lo normativo. Uno de los aportes clave en
esta dirección es la distinción entre conflictos manifestos y latentes.
Mientras los primeros son visibles y explícitos, los segundos permanecen
sumergidos en el tejido social, sin estallar pero alimentando tensiones
subyacentes. Galtung (1969) propuso la noción de violencia estructural para
referirse a aquellas formas de daño que no derivan de una acción directa, sino
de condiciones sociales que impiden la satisfacción de necesidades humanas
básicas. Esta conceptualización amplía radicalmente el campo del conflicto,
mostrando que la ausencia de guerra no implica necesariamente la presencia de
paz, y que muchos conflictos requieren ser visibilizados antes de poder ser
abordados.
Ahora
bien, si el conflicto es inevitable e incluso necesario para el cambio social,
la cuestión clave es cómo gestionarlo sin caer en su versión destructiva. En
este sentido, la pacificación no debe entenderse como la supresión del
conflicto, sino como su encauzamiento hacia formas constructivas de resolución.
La literatura sobre resolución de conflictos ha desarrollado múltiples
enfoques: desde la mediación y la negociación, hasta la transformación del
conflicto (Lederach, 1995), que propone ir más allá del acuerdo inmediato y
trabajar en la reconstrucción relacional y cultural entre las partes. Este
último enfoque es especialmente pertinente en conflictos prolongados, donde el
daño emocional, la desconfianza y el trauma colectivo requieren procesos largos
de escucha, reconocimiento mutuo y rehumanización.
La
investigación empírica ha mostrado que la eficacia de los procesos de
pacificación depende en gran medida de la disposición psicológica de las partes
involucradas. La presencia de emociones negativas intensas como el odio, el
miedo o el resentimiento puede bloquear el diálogo e incluso sabotear acuerdos
racionales (Halperin, 2011). En cambio, emociones como la empatía, la culpa
colectiva constructiva y la esperanza pueden abrir la puerta a la
reconciliación. No se trata de suprimir las emociones, sino de comprender su
papel en la dinámica del conflicto y movilizarlas en dirección transformadora.
La psicología social ha contribuido significativamente a este campo,
proponiendo intervenciones orientadas al cambio de actitudes, la
despolarización afectiva y la creación de narrativas compartidas.
Un
aspecto fundamental, aunque a menudo ignorado, es el papel de la cultura en la
configuración y resolución de los conflictos. Hofstede (2001) mostró que
distintas culturas tienen diferentes estilos de gestión del conflicto: algunas
privilegian la confrontación directa, mientras que otras valoran la armonía y
el consenso. Estos estilos están enraizados en sistemas de valores, normas y
prácticas comunicativas que deben ser considerados en cualquier intento de
pacificación. En contextos interculturales, por ejemplo, imponer un modelo de
resolución basado en principios occidentales puede resultar ineficaz o incluso
contraproducente. La sensibilidad cultural, entonces, no es un lujo ético, sino
una condición operativa para la eficacia de los procesos de reconciliación.
En
tiempos recientes, la proliferación de conflictos sociales, políticos y
ecológicos ha renovado el interés por estrategias de construcción de paz
sostenibles. La educación para la paz, el diálogo intercultural, la justicia
restaurativa y el arte como mediador simbólico son algunas de las herramientas
emergentes que buscan abordar el conflicto desde una lógica preventiva y
relacional. Estas iniciativas parten del reconocimiento de la interdependencia
humana y del carácter procesual de la paz, entendida no como un estado sino
como una práctica permanente. La pacificación, en este marco, no es sólo tarea
de mediadores expertos, sino una responsabilidad colectiva que implica
transformar las formas cotidianas de interacción, jerarquía y exclusión.
Llegados
a este punto, cabe advertir sobre los riesgos de una pacificación mal
entendida. En muchos contextos, la apelación a la “paz social” ha sido
utilizada por el poder hegemónico para silenciar demandas legítimas de justicia
o para encubrir relaciones de dominación. En estos casos, la paz se convierte
en un discurso de orden, más interesado en evitar el conflicto que en resolver
sus causas. Como bien señala Johan Galtung (1996), la paz negativa —entendida
como mera ausencia de violencia directa— no es suficiente: se requiere una paz
positiva, basada en la equidad, la participación y el respeto por la dignidad
humana. La psicología social tiene aquí un rol clave: desnaturalizar los
discursos que culpabilizan a los sectores conflictivos y visibilizar los
factores contextuales que generan tensión social.
En
conclusión, el conflicto no es el opuesto de la paz, sino una oportunidad para
construirla desde sus raíces. Lejos de ser un fenómeno meramente disfuncional,
el conflicto revela los límites de un orden injusto, las grietas de una
convivencia insatisfactoria y la posibilidad de imaginar alternativas. La
pacificación, por tanto, no puede ser entendida como mera técnica o neutralidad
emocional, sino como un acto profundamente político, ético y relacional.
Requiere reconocer al otro no como enemigo a eliminar ni como problema a
gestionar, sino como interlocutor legítimo, portador de demandas que, aunque
incómodas, tienen un lugar en el tejido social. Solo desde este reconocimiento
mutuo, desde esta reconstrucción del vínculo, podrá emerger una paz que no sea
silencio impuesto, sino diálogo fecundo.
REFERENCIAS
Bar-Tal,
D. (2000). From intractable conflict through conflict resolution
to reconciliation: Psychological analysis. Political Psychology, 21(2),
351–365.
Bar-Tal, D. (2007). Sociopsychological foundations of
intractable conflicts. American
Behavioral Scientist, 50(11),
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Bourdieu,
P. (1990). El sentido práctico. Siglo XXI.
Deutsch, M. (1973). The resolution of conflict:
Constructive and destructive processes. Yale University Press.
Fraser, N. (2003). Redistribution or recognition? A
political-philosophical exchange. Verso.
Galtung, J. (1969). Violence, peace, and peace
research. Journal of Peace Research, 6(3), 167–191.
Galtung, J. (1996). Peace by peaceful means: Peace
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Halperin, E. (2011). Emotional barriers to peace:
Emotions and public opinion of Jewish-Israelis about the peace process in the
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22–45.
Hofstede, G. (2001). Culture’s consequences:
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Sage.
Kelman, H. C. (1997). Group processes in the
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case. American Psychologist, 52(7), 790–805.
Lederach, J. P. (1995). Preparing for peace:
Conflict transformation across cultures. Syracuse University Press.
Lewin, K. (1935). A dynamic theory of personality.
McGraw-Hill.
Tajfel, H., & Turner, J. C. (1979). An integrative
theory of intergroup conflict. En W. G. Austin & S. Worchel (Eds.), The
social psychology of intergroup relations (pp. 33–47). Brooks/Cole.
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