CONSTRUCCIÓN SOCIOCULTURAL DE LA SEXUALIDAD Y LAS IDENTIDADES DE GÉNERO

CONSTRUCCIÓN SOCIOCULTURAL DE LA SEXUALIDAD Y LAS IDENTIDADES DE GÉNERO

Nombrar la sexualidad es invocar la memoria encarnada de los cuerpos, los afectos, los vínculos y las normativas que modelan las formas de estar en el mundo. Es sumergirse en un campo simbólico que va más allá de la función reproductiva, para desplegarse en el territorio del deseo, la subjetividad, el poder y la cultura. Lejos de constituir una expresión puramente instintiva o biológica, la sexualidad humana se configura como una construcción sociocultural profundamente enraizada en las estructuras de género, las normas sociales, las prácticas históricas y las experiencias individuales. Este ensayo explora la dimensión simbólica, histórica y social de la sexualidad y las identidades de género, argumentando que ambas son productos dinámicos de procesos culturales, políticos y subjetivos, en tensión constante con las lógicas normativas impuestas por las estructuras de poder.

La sexualidad humana, entendida como una dimensión integral del ser, abarca el deseo erótico, la afectividad, la identidad sexual, las prácticas sexuales y las formas de vinculación interpersonal. Michel Foucault (1976/2008) desmanteló la idea de una sexualidad "natural" o prediscursiva, al demostrar que lo sexual ha sido históricamente producido por dispositivos de saber-poder que normalizan ciertos cuerpos, placeres y prácticas, mientras patologizan o silencian otros. La sexualidad, entonces, no es simplemente una función biológica, sino una categoría histórica moldeada por el discurso médico, religioso, jurídico y educativo. En este sentido, no existe una sexualidad única o universal, sino múltiples formas de vivir y significar lo sexual, definidas por coordenadas culturales específicas.

Asimismo, las identidades de género —entendidas como la forma en que las personas se autoidentifican en relación con las categorías culturales de masculinidad y feminidad— también se constituyen en el entramado social. Judith Butler (1990) argumenta que el género no es un atributo fijo ni una esencia interna, sino el efecto reiterado de prácticas performativas reguladas socialmente. Así, lo que consideramos “hombre” o “mujer” no es un dato natural, sino una construcción cultural que se produce y reproduce mediante actos, discursos y normas que regulan la corporalidad y la subjetividad. Esta perspectiva permite comprender por qué las identidades trans, no binarias o queer no constituyen “anomalías” sino expresiones legítimas de la diversidad humana que han sido históricamente invisibilizadas o reprimidas.

Desde la psicología social, la sexualidad se analiza como una dimensión que media entre el individuo y la cultura, articulando deseo, cognición, emoción, identidad y estructura social (Tiefer, 2001). Las representaciones sociales de la sexualidad y el género se interiorizan a través de la socialización temprana, influyendo en la forma en que las personas se conciben a sí mismas y se vinculan con los demás. Las normas de género, transmitidas mediante la familia, los medios de comunicación y la escuela, actúan como matrices que organizan el deseo, la conducta y las expectativas sociales, lo que puede generar disonancias entre la identidad sentida y la identidad socialmente legitimada (Eagly & Wood, 2012).

En este contexto, la sexualidad se convierte en un terreno político donde se disputan significados, derechos y reconocimientos. Las formas hegemónicas de sexualidad —heterosexual, reproductiva, monógama y marital— han sido históricamente promovidas como el modelo normativo, mientras que otras formas de deseo, práctica o identidad han sido patologizadas, criminalizadas o invisibilizadas. La heterosexualidad obligatoria, concepto acuñado por Adrienne Rich (1980), se refiere al conjunto de prácticas sociales que imponen la heterosexualidad como la única opción legítima, excluyendo y marginando otras formas de orientación sexual. Este régimen heteronormativo estructura la vida social, imponiendo límites sobre lo deseable, lo visible y lo posible.

En consecuencia, la vivencia de la sexualidad y del género está atravesada por relaciones de poder que generan jerarquías y desigualdades. Las personas que no encajan en las normas sexuales y de género dominantes —como las personas trans, intersexuales, no binarias, lesbianas, gays o bisexuales— suelen enfrentar múltiples formas de discriminación y violencia, tanto simbólica como material. Desde una perspectiva interseccional (Crenshaw, 1991), es imprescindible reconocer que estas opresiones no se viven de manera aislada, sino que se entrecruzan con otras formas de subordinación vinculadas al género, la raza, la clase, la edad o la discapacidad, produciendo formas específicas de vulnerabilidad y exclusión.

Históricamente, la ciencia ha contribuido tanto a la construcción como a la regulación de la sexualidad. A lo largo del siglo XIX, la medicina, la psiquiatría y el derecho se constituyeron en aparatos de clasificación y control de los cuerpos, estableciendo tipologías sexuales que delimitaban lo normal de lo patológico. Este proceso de cientificización de la sexualidad no fue neutro, sino profundamente ideológico, al vincular desviación sexual con degeneración moral o biológica (Weeks, 1981). En respuesta, movimientos sociales y corrientes críticas, como el feminismo y los estudios queer, han deconstruido estos discursos, reclamando el derecho a una sexualidad libre, plural y no patologizante (Rubin, 1984).

En la actualidad, diversos marcos teóricos permiten abordar la sexualidad y el género como dimensiones interdependientes. La teoría del deseo como construcción social propone que los objetos de deseo no están determinados biológicamente, sino moldeados culturalmente (Gagnon & Simon, 1973). Por su parte, la noción de “identidad sexual” ha sido problematizada por su carácter esencialista, en favor de conceptos más fluidos como “posicionamiento identitario” o “trayectoria deseante” (Preciado, 2008). Estas conceptualizaciones permiten pensar la sexualidad como un proceso en movimiento, en el que las personas negocian y resignifican sus prácticas, afectos y pertenencias.

En términos psicosociales, las identidades de género se constituyen como una intersección entre identificación subjetiva, reconocimiento social y corporalidad vivida. Las personas construyen su identidad de género en diálogo con los discursos sociales, pero también a partir de su experiencia encarnada y emocional (Lev, 2004). La disonancia entre el género asignado y el género sentido puede generar malestar subjetivo, especialmente en contextos donde se impone una normatividad binaria rígida. Sin embargo, no es la diversidad de género la que produce sufrimiento, sino la violencia cultural e institucional que impide su expresión libre y digna (Bockting et al., 2013).

Desde una perspectiva crítica, la educación sexual debe ser entendida no como la transmisión de información biomédica, sino como un proceso formativo que permita a las personas construir una ética relacional basada en el respeto, la autonomía y la diversidad. Modelos pedagógicos integrales han demostrado ser más efectivos que aquellos centrados exclusivamente en la prevención de riesgos, ya que fomentan una comprensión compleja de la sexualidad como derecho humano y componente del bienestar (UNESCO, 2018). Además, incorporar una perspectiva de género en la educación sexual contribuye a desnaturalizar los estereotipos sexistas y a promover relaciones más equitativas.

En el ámbito clínico, las intervenciones psicológicas deben evitar reproducir marcos normativos patologizantes. La psicología afirmativa, por ejemplo, promueve el reconocimiento de las identidades LGBTI+ desde un enfoque de derechos, validando la experiencia subjetiva y acompañando los procesos de construcción identitaria sin imponer modelos cerrados (APA, 2021). Asimismo, es fundamental que los y las profesionales comprendan que muchas de las dificultades asociadas a la sexualidad y el género no son intrínsecas a la persona, sino resultado de la estigmatización, el rechazo familiar, la discriminación estructural y la falta de políticas públicas inclusivas.

La sexualidad, como dimensión del sujeto y del lazo social, se encuentra también atravesada por la memoria, la historia y los afectos. La herida colonial, el trauma colectivo de la represión sexual, la violencia de género, y los silencios impuestos por las instituciones se inscriben en los cuerpos y subjetividades. Frente a estas marcas, la reescritura simbólica de la sexualidad implica procesos de sanación cultural y subjetiva, mediante los cuales las personas pueden resignificar sus experiencias y reconstruir su agencia. En palabras de Rita Segato (2016), es necesario despatriarcalizar el deseo, para abrir espacio a formas de vinculación más libres, éticas y no violentas.

En definitiva, hablar de sexualidad y de género es hablar de poder, de cuerpos regulados y de posibilidades de existencia. La lucha por el reconocimiento de las identidades disidentes, la visibilidad de los placeres negados y la dignidad de todas las formas de vida sexuada constituye un eje fundamental para la justicia social contemporánea. La psicología, como ciencia de la subjetividad situada, tiene la responsabilidad ética y epistemológica de desnaturalizar las normatividades impuestas, de acompañar los procesos de autonomía identitaria y de contribuir a la construcción de sociedades más inclusivas, plurales y sensibles a la diferencia.

La sexualidad y las identidades de género, lejos de constituir esencias biológicas fijas, son construcciones culturales, relacionales y subjetivas que emergen en la intersección entre cuerpo, deseo, historia y estructura social. Al reconocer la dimensión simbólica y política de lo sexual y lo identitario, se hace posible desmantelar las formas de opresión que se sustentan en la naturalización de la diferencia. La psicología social, comprometida con una perspectiva crítica y situada, debe asumir un rol activo en la despatologización de las disidencias, la promoción del bienestar psicosocial y la transformación de las prácticas culturales que restringen la diversidad humana. Solo así podremos avanzar hacia un horizonte ético donde todas las biografías sexuales tengan lugar, y donde la dignidad de cada existencia sea plenamente reconocida.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

American Psychological Association. (2021). Guidelines for Psychological Practice with Sexual Minority Persons. APA.

Bockting, W. O., Miner, M. H., Swinburne Romine, R. E., Hamilton, A., & Coleman, E. (2013). Stigma, mental health, and resilience in an online sample of the US transgender population. American Journal of Public Health, 103(5), 943–951.

Butler, J. (1990). El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad. Paidós.

Crenshaw, K. (1991). Mapping the margins: Intersectionality, identity politics, and violence against women of color. Stanford Law Review, 43(6), 1241–1299.

Eagly, A. H., & Wood, W. (2012). Social role theory. In P. A. M. Van Lange, A. W. Kruglanski & E. T. Higgins (Eds.), Handbook of Theories of Social Psychology (Vol. 2, pp. 458–476). Sage.

Foucault, M. (2008). Historia de la sexualidad I: La voluntad de saber (Original de 1976). Siglo XXI.

Gagnon, J. H., & Simon, W. (1973). Sexual Conduct: The Social Sources of Human Sexuality. Aldine.

Lev, A. I. (2004). Transgender Emergence: Therapeutic Guidelines for Working with Gender-Variant People and Their Families. Routledge.

Preciado, P. B. (2008). Testo Yonqui: Sexo, drogas y biopolítica. Espasa.

Rich, A. (1980). Compulsory heterosexuality and lesbian existence. Signs: Journal of Women in Culture and Society, 5(4), 631–660.

Rubin, G. (1984). Thinking sex: Notes for a radical theory of the politics of sexuality. In C. Vance (Ed.), Pleasure and Danger: Exploring Female Sexuality (pp. 267–319). Routledge.

Segato, R. (2016). La guerra contra las mujeres. Traficantes de Sueños.

Tiefer, L. (2001). A new view of women's sexual problems: Why new? Why now? Journal of Sex & Marital Therapy, 27(2), 99–105.

UNESCO. (2018). Orientaciones técnicas internacionales sobre educación en sexualidad: un enfoque basado en evidencia. ONU.

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