CONTROL SOCIAL

CONTROL SOCIAL

En una época en la que la libertad individual es celebrada como un ideal incuestionable, pocas nociones resultan tan incómodas y necesarias como la del control social. Aunque el discurso contemporáneo se empeñe en destacar la autonomía del sujeto, lo cierto es que todo comportamiento humano está regulado, observado y sancionado por un entramado complejo de normas, expectativas y dispositivos de poder que moldean nuestras conductas incluso antes de que seamos conscientes de ellas. Desde las reglas jurídicas hasta las miradas desaprobadoras de nuestros pares, desde las instituciones estatales hasta los algoritmos invisibles que rigen nuestras redes sociales, el control social actúa como una tecnología difusa de regulación que posibilita la convivencia, pero también limita la libertad. Este ensayo explora el concepto de control social desde la psicología social, analizando sus dimensiones formales e informales, sus mecanismos explícitos e implícitos, y sus implicaciones subjetivas, políticas y culturales en sociedades contemporáneas cada vez más vigiladas, fragmentadas y polarizadas.

El control social puede definirse como el conjunto de mecanismos, normas y estrategias, tanto formales como informales, que regulan la conducta de los individuos dentro de una sociedad para garantizar el orden, la estabilidad y la reproducción de las estructuras sociales existentes (Boudon, 1998). A través del control social, los grupos establecen los límites de lo aceptable, castigando las desviaciones y premiando la conformidad. Este proceso, aunque a menudo invisible, no es neutral: está atravesado por relaciones de poder, ideologías y estructuras de dominación que definen quién establece las normas, cómo se aplican y a quiénes se dirigen con mayor intensidad.

Tradicionalmente, se distingue entre control social formal e informal. El primero se refiere a las instituciones legalmente establecidas, como la policía, el sistema judicial, las leyes y las normas jurídicas que sancionan el comportamiento desviando mediante castigos explícitos (Parsons, 1951). El segundo incluye formas más sutiles de regulación, como las expectativas familiares, las normas culturales, la presión de los pares o la moral comunitaria. Aunque el control informal carece de sanciones legales, puede ser incluso más efectivo, ya que opera a través de la culpa, la vergüenza o la exclusión social (Cialdini & Trost, 1998). De este modo, el control social no solo actúa desde afuera hacia el sujeto, sino que también se interioriza, dando lugar a un proceso de autocontrol y autorregulación profundamente enraizado en la subjetividad.

Desde una perspectiva psicosocial, el control social implica una compleja interacción entre estructuras colectivas e interpretaciones individuales. Las personas internalizan las normas sociales desde la infancia mediante procesos de socialización primaria y secundaria, desarrollando un sistema de valores, creencias y actitudes que orientan su conducta incluso en ausencia de vigilancia externa (Berger & Luckmann, 1966). Esta interiorización genera lo que algunos autores denominan el “otro generalizado”, es decir, la presencia simbólica de la sociedad en la conciencia individual que actúa como guía moral y regulador constante (Mead, 1934). Así, el control social no necesita de la coerción permanente para funcionar: basta con que el sujeto sienta que está siendo observado, juzgado o evaluado por otros —reales o imaginarios—.

El sociólogo Michel Foucault (1975) llevó esta idea a un nivel más radical al proponer que las sociedades modernas han desarrollado formas de control difusas, descentralizadas y capilares, que actúan no solo sobre el cuerpo, sino sobre la mente, los deseos y las emociones. En su análisis del panóptico, Foucault muestra cómo el simple hecho de saberse observado genera un efecto disciplinario permanente. Esta lógica ha sido llevada al extremo por los mecanismos de vigilancia digital actuales, donde cada clic, preferencia o desplazamiento deja una huella que puede ser usada para predecir y moldear el comportamiento futuro. El control social, entonces, ya no depende exclusivamente del castigo físico o la sanción legal, sino que se ejerce mediante tecnologías que anticipan y moldean decisiones de forma casi invisible.

La psicología social ha contribuido a comprender cómo se construye la conformidad normativa y cómo las personas pueden llegar a aceptar normas injustas o perjudiciales con tal de no desentonar con el grupo. Los experimentos de Solomon Asch (1951) sobre la presión grupal evidenciaron que incluso frente a pruebas objetivas simples, los individuos tienden a modificar su respuesta para alinearse con la mayoría. Esta necesidad de pertenencia y aprobación se convierte en un poderoso instrumento de control, donde la desviación no solo es sancionada, sino temida como amenaza a la identidad social (Tajfel & Turner, 1979). Así, el control social opera también como un mecanismo de integración y exclusión, de distinción entre “nosotros” y “ellos”, donde lo diferente se percibe como peligroso o incorrecto.

En contextos institucionales como la escuela, el control social se vuelve particularmente evidente. Las rutinas, los horarios, los uniformes, los sistemas de evaluación y las normas de conducta configuran una disciplina que moldea subjetividades obedientes, adaptadas y productivas. Foucault (1975) identificó en estos espacios una forma de poder “normalizador” que no solo castiga la desviación, sino que define lo que se considera normal, saludable o deseable. De este modo, el control social no se limita a prohibir lo inaceptable, sino que produce lo aceptable, generando categorías de conducta y de identidad que luego se internalizan como naturales.

Sin embargo, no todo control social es coercitivo o negativo. En muchas ocasiones, las normas sociales permiten la cooperación, la cohesión y el bienestar colectivo. Estudios sobre normas prosociales han mostrado que los individuos son más propensos a comportarse éticamente cuando perciben que su entorno lo hace también (Tankard & Paluck, 2016). El control social puede fomentar valores como la solidaridad, la justicia y el respeto mutuo, especialmente cuando se construye de manera participativa y consensuada. El problema surge cuando estas normas se imponen desde arriba, se naturalizan sin crítica o se utilizan para mantener privilegios y desigualdades.

Una dimensión crítica del control social contemporáneo es la medicalización del comportamiento. Cada vez más conductas consideradas desviadas o problemáticas —como la tristeza, la rebeldía adolescente o la hiperactividad infantil— son definidas en términos médicos y tratadas con intervenciones farmacológicas. Este proceso, estudiado por Conrad (2007), transforma conflictos sociales o existenciales en trastornos individuales, desplazando el foco del contexto al cuerpo del sujeto. La psicología, en este sentido, puede convertirse en una herramienta de control si se utiliza para normalizar al individuo en lugar de cuestionar las condiciones estructurales que generan malestar.

Otro ámbito en el que el control social se ha intensificado es el digital. Las redes sociales, lejos de ser espacios de libertad, funcionan como dispositivos de vigilancia, comparación y autocensura. La exposición constante al juicio de los otros, la presión por encajar y la lógica de la recompensa inmediata mediante likes y validaciones generan un nuevo tipo de control social algorítmico, donde la vigilancia es ejercida no por el Estado ni por instituciones visibles, sino por los propios usuarios (Zuboff, 2019). El sujeto digital se convierte, así, en su propio vigilante, ajustando sus expresiones, opiniones y comportamientos para no salirse de la norma dominante, aunque esta cambie constantemente.

El control social también opera mediante discursos hegemónicos que definen lo “correcto” desde un marco ideológico determinado. Las nociones de éxito, salud, normalidad o moralidad están cargadas de valores que responden a intereses concretos y que excluyen otras formas de vida, pensamiento o existencia. Desde una mirada crítica, es necesario reconocer que toda norma social es producto de un consenso histórico, cultural y político, y que, por lo tanto, puede —y debe— ser revisada, desobedecida o transformada (Giddens, 2007). Esta es la base de todo cambio social: desafiar el control normativo que mantiene el statu quo.

Frente a este panorama, la psicología social tiene la responsabilidad de no convertirse en un mero instrumento de normalización, sino de problematizar los mecanismos de control y de promover la autonomía crítica. Esto implica formar sujetos capaces de reflexionar sobre las normas que los regulan, identificar las formas sutiles de coerción y resistir aquellas prácticas que atentan contra la dignidad, la diversidad o la justicia. La educación para la desobediencia civil, la ética del cuidado mutuo y la promoción de espacios de deliberación democrática son algunas vías posibles para una psicología comprometida con la emancipación.

En conclusión, el control social es una dimensión inevitable de toda vida colectiva, pero su ejercicio no es neutro ni exento de conflicto. A través de mecanismos formales e informales, conscientes e inconscientes, el control social regula los comportamientos, modela las identidades y reproduce estructuras de poder que favorecen ciertos intereses mientras excluyen otros. Su eficacia radica en su invisibilidad, en su capacidad de presentarse como sentido común o necesidad natural. Sin embargo, todo proceso de regulación puede —y debe— ser interrogado. En sociedades hiperreguladas como las actuales, la libertad no consiste en negar el control, sino en hacer visibles sus mecanismos, problematizar su legitimidad y construir formas alternativas de convivencia más justas, solidarias y horizontales.

REFERENCIAS

Asch, S. E. (1951). Effects of group pressure upon the modification and distortion of judgments. Groups, Leadership and Men, 222–236.

Berger, P., & Luckmann, T. (1966). La construcción social de la realidad. Amorrortu.

Boudon, R. (1998). Diccionario crítico de sociología. La Découverte.

Cialdini, R. B., & Trost, M. R. (1998). Social influence: Social norms, conformity and compliance. En D. T. Gilbert, S. T. Fiske & G. Lindzey (Eds.), The handbook of social psychology (Vol. 2, pp. 151–192). McGraw-Hill.

Conrad, P. (2007). The medicalization of society: On the transformation of human conditions into treatable disorders. Johns Hopkins University Press.

Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores.

Giddens, A. (2007). Sociología (6.ª ed.). Alianza Editorial.

Mead, G. H. (1934). Mind, self and society. University of Chicago Press.

Parsons, T. (1951). The social system. Free Press.

Tajfel, H., & Turner, J. C. (1979). An integrative theory of intergroup conflict. En W. G. Austin & S. Worchel (Eds.), The social psychology of intergroup relations (pp. 33–47). Brooks/Cole.

Tankard, M. E., & Paluck, E. L. (2016). Norm perception as a vehicle for social change. Social Issues and Policy Review, 10(1), 181–211.

Zuboff, S. (2019). La era del capitalismo de la vigilancia. Paidós.

 

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