EL PREJUICIO
EL PREJUICIO
Los
prejuicios no solo configuran opiniones privadas: también delinean los
contornos invisibles del poder, la exclusión y la violencia simbólica. Están
presentes cuando se niega un empleo por el color de la piel, cuando se asume
inferioridad por el género, cuando se rechaza a un grupo por su religión o se
teme a una cultura por desconocerla. Son juicios anticipados que operan en
silencio, instalados en los pliegues más profundos de la cognición, pero con
consecuencias estructurales en las dinámicas sociales. El prejuicio, como
fenómeno psicológico y social, ha sido una constante histórica y una fuente
persistente de desigualdad, discriminación y conflicto. Lejos de ser una
anomalía o una patología individual, se trata de un mecanismo adaptativo que,
sin regulación crítica, produce sesgos sistemáticos en la percepción, la
evaluación y la interacción humana. Este ensayo se propone explorar el
prejuicio desde una perspectiva psicosocial compleja, analizando sus
fundamentos cognitivos, afectivos y sociales, sus formas de reproducción
cultural y su papel en la perpetuación de sistemas de dominación.
El
prejuicio, en su acepción más básica, puede entenderse como una actitud
negativa, rígida e injustificada hacia una persona o grupo basada únicamente en
su pertenencia categorial, es decir, en su identidad social real o percibida
(Allport, 1954). Este juicio anticipado precede a la experiencia directa con el
individuo o grupo en cuestión, y se manifiesta en estereotipos cognitivos,
sentimientos negativos y predisposiciones a la discriminación conductual
(Dovidio, Hewstone, Glick & Esses, 2010). Aunque se presenta muchas veces
como una respuesta emocional o moral, su estructura es cognitiva y automática:
se activa inconscientemente mediante asociaciones aprendidas que vinculan
rasgos grupales con atributos valorativos (Greenwald & Banaji, 1995). Así, el
prejuicio no se limita a la irracionalidad personal; opera como un esquema
mental que simplifica la realidad social, clasificando a los otros de forma
jerárquica.
Este
proceso se enraíza en el funcionamiento básico de la cognición humana. El
cerebro tiende a categorizar estímulos para procesar más eficientemente la
información, lo cual, en el caso de las relaciones interpersonales, se traduce
en una tendencia a percibir a los demás según categorías sociales salientes:
género, etnicidad, edad, orientación sexual, clase social, entre otras (Tajfel,
1982). La categorización social, aunque útil desde el punto de vista evolutivo
para reconocer alianzas o amenazas, conlleva una sobreestimación de las
diferencias entre grupos y una subestimación de las diferencias dentro del
mismo grupo, fenómeno conocido como efecto de homogeneidad del exogrupo
(Linville, Fischer & Salovey, 1989). Esta tendencia facilita la formación
de estereotipos, que son creencias simplificadas sobre los rasgos supuestos de
un grupo, y que suelen funcionar como precursores cognitivos del prejuicio.
No
obstante, el prejuicio no es solo un producto de la percepción distorsionada:
también es una respuesta emocional. Estudios desde la psicología social han
demostrado que las actitudes prejuiciosas están fuertemente asociadas con
emociones como el miedo, la repulsión, la hostilidad o el desprecio hacia el
grupo objetivo (Smith, Seger & Mackie, 2007). La teoría de la amenaza
integrada (Stephan & Stephan, 2000) sostiene que el prejuicio surge cuando
se percibe que un grupo externo representa una amenaza real o simbólica para el
grupo propio, ya sea en términos de recursos materiales, valores culturales o
estatus social. Así, el prejuicio se intensifica en contextos de inseguridad
económica, tensiones identitarias o competencia política, donde la diferencia se
convierte en peligro.
A nivel
social, los prejuicios no se generan en el vacío, sino que se aprenden y
reproducen a través de mecanismos culturales, familiares y mediáticos. Desde la
infancia, los individuos internalizan esquemas valorativos transmitidos por sus
referentes primarios —padres, educadores, instituciones religiosas— y los
refuerzan mediante la exposición a discursos públicos, narrativas mediáticas y
representaciones simbólicas sesgadas (Devine, 1989). De hecho, la persistencia
de prejuicios raciales, de género o religiosos ha sido atribuida, en parte, al
papel normativo que cumplen los medios de comunicación, al construir imágenes
estigmatizadas de determinados colectivos (Entman & Rojecki, 2001). La
naturalización de tales estigmas convierte los prejuicios en un elemento
estructurante del sentido común social, que opera incluso en sujetos que se
consideran “tolerantes” o “libres de discriminación”.
Un
ejemplo paradigmático de esta dimensión estructural del prejuicio se encuentra
en el racismo institucional. No se trata solo de actitudes hostiles
individuales hacia personas racializadas, sino de un conjunto de normas,
prácticas y estructuras que producen y legitiman desigualdades sistemáticas.
Investigaciones empíricas han demostrado cómo el prejuicio implícito —aquellos
sesgos inconscientes y automáticos— influye en decisiones críticas como la
contratación laboral, la asignación de créditos bancarios o el uso de la fuerza
policial (Bertrand & Mullainathan, 2004; Correll et al., 2007). Estos
sesgos, muchas veces negados por quienes los ejercen, operan como mecanismos
invisibles de exclusión, donde la intención discriminatoria no es necesaria
para producir efectos discriminantes.
Asimismo,
el prejuicio de género se manifiesta en múltiples niveles: desde los
micromachismos cotidianos hasta la violencia estructural contra las mujeres y
disidencias sexo-genéricas. Estudios recientes han mostrado cómo los prejuicios
sexistas, tanto hostiles como benevolentes, afectan la evaluación de la
competencia femenina en espacios profesionales, limitan el acceso a posiciones
de liderazgo y refuerzan patrones de desigualdad educativa y económica (Glick
& Fiske, 1996). A pesar de los avances normativos en materia de igualdad de
género, los prejuicios persistentes siguen reproduciendo una lógica jerárquica
donde lo masculino es normativo y lo femenino, subsidiario.
Desde la
teoría de la identidad social, desarrollada por Henri Tajfel y John Turner
(1979), se ha postulado que el prejuicio también cumple una función de
afirmación identitaria. Es decir, al desvalorizar al exogrupo, los individuos
refuerzan su sentido de pertenencia al endogrupo, elevando su autoestima
colectiva. Esta lógica de “nosotros vs. ellos” se ha observado tanto en
dinámicas nacionalistas como en rivalidades religiosas, políticas o deportivas.
El prejuicio, entonces, opera como un instrumento de diferenciación simbólica,
que permite a los grupos consolidar fronteras internas mediante la exclusión
del otro.
Ahora
bien, en contextos contemporáneos marcados por la movilidad global, la
interculturalidad y la digitalización de la comunicación, los prejuicios se
resignifican y adaptan a nuevas formas. El ciberodio —la propagación de
mensajes discriminatorios a través de plataformas digitales— representa una
nueva expresión de viejos prejuicios, ahora amplificados por la lógica
algorítmica que refuerza burbujas ideológicas y radicaliza discursos (Williams
et al., 2020). En este sentido, los prejuicios no han desaparecido; se han
transformado, migrando a formatos simbólicos más sutiles, pero no menos
peligrosos.
Combatir
el prejuicio requiere, por tanto, una intervención integral que combine
estrategias cognitivas, emocionales y estructurales. En el plano individual,
programas de reducción de prejuicios como el contact hypothesis
(Allport, 1954) han demostrado eficacia al fomentar la interacción positiva
entre miembros de grupos diferentes, siempre que se cumplan condiciones de
igualdad, cooperación y apoyo institucional. En el plano cognitivo, se ha
propuesto el entrenamiento en conciencia de sesgos implícitos y la práctica
deliberada de pensamiento crítico como herramientas para cuestionar las
asociaciones automáticas (Devine et al., 2012). Sin embargo, estas estrategias
son insuficientes si no se acompañan de transformaciones estructurales en los
sistemas educativos, mediáticos y políticos que perpetúan los prejuicios.
El
desafío ético y político que plantea el prejuicio radica en su invisibilidad.
Mientras más arraigado está un prejuicio, más natural y legítimo parece, y más
difícil resulta cuestionarlo. Por eso, su desarticulación exige no solo
reformas institucionales, sino una pedagogía crítica que enseñe a pensar
históricamente, a dudar del sentido común y a resistir las certezas cómodas. Es
necesario construir una cultura de la sospecha hacia los estereotipos, una
ciudadanía alerta a los sesgos de percepción, y una ética del reconocimiento
que sustituya el juicio anticipado por la apertura empática.
En
definitiva, el prejuicio no es solo una distorsión cognitiva o una emoción
negativa, sino un dispositivo cultural que estructura jerarquías, legitima
exclusiones y modela relaciones de poder. Al operar desde la invisibilidad, se
convierte en un obstáculo silencioso para la justicia, la equidad y la
convivencia democrática. Reconocer su complejidad, identificar sus formas de
operación y resistir su reproducción cotidiana son tareas ineludibles para
cualquier proyecto de transformación social. Solo así podremos aspirar a
sociedades donde el juicio se base en el encuentro, y no en la sospecha; en la
experiencia compartida, y no en el estigma heredado.
REFERENCIAS
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