EL SENTIDO DE PERTENENCIA

EL SENTIDO DE PERTENENCIA

En una época caracterizada por la fragmentación identitaria, la movilidad constante y el debilitamiento de los lazos sociales tradicionales, el sentido de pertenencia se erige como una necesidad psicológica fundamental y un imperativo social urgente. No se trata únicamente de un anhelo emocional de inclusión, sino de un mecanismo estructural que moldea la identidad, regula la conducta colectiva y condiciona la estabilidad de comunidades e instituciones. El sentimiento de pertenencia opera como una bisagra entre lo individual y lo colectivo, entre la subjetividad y la estructura, entre el yo y los otros. Lejos de ser una condición pasiva, implica un proceso activo de identificación, apropiación simbólica y compromiso con el entorno. Este ensayo propone una reflexión crítica y multidimensional sobre el sentido de pertenencia como fenómeno psicosocial, abordando sus fundamentos teóricos, sus implicaciones afectivas, su construcción histórica y su relevancia en contextos contemporáneos marcados por la exclusión, la polarización y la precariedad vincular.

Desde una perspectiva psicológica, el sentido de pertenencia ha sido conceptualizado como una necesidad humana básica, al mismo nivel que la seguridad o el afecto. Baumeister y Leary (1995) propusieron la hipótesis de pertenencia, argumentando que los seres humanos tienen una tendencia innata a formar y mantener vínculos interpersonales estables y significativos. Esta necesidad no solo implica estar con otros, sino ser aceptado, reconocido y valorado dentro de un grupo. La ausencia de pertenencia genera malestar psicológico, sentimientos de soledad, desorientación y, en casos extremos, trastornos depresivos o de identidad. En efecto, estudios longitudinales han demostrado que el sentido de pertenencia se correlaciona positivamente con la autoestima, la resiliencia y la motivación (Goodenow, 1993; Osterman, 2000).

Sin embargo, la pertenencia no puede entenderse únicamente desde el plano afectivo. También implica procesos cognitivos de categorización e identificación social. Según la teoría de la identidad social de Tajfel y Turner (1979), los individuos tienden a definirse a partir de su pertenencia a ciertos grupos sociales, atribuyendo valor emocional y significado a esa afiliación. De esta manera, pertenecer no es simplemente estar incluido, sino formar parte activa de un colectivo con el cual se comparte una narrativa común. Esta narrativa, que suele condensarse en símbolos, rituales, historias compartidas y prácticas sociales, constituye lo que Halbwachs (1994) denominó memoria colectiva, es decir, una construcción simbólica que vincula la experiencia individual con los marcos sociales de significación.

El proceso de construcción del sentido de pertenencia implica, por tanto, una doble articulación: por un lado, la interiorización subjetiva de valores, normas y relatos colectivos; por otro, la apropiación afectiva de espacios, lenguajes y prácticas compartidas. Esta dimensión territorial y simbólica ha sido ampliamente desarrollada por estudios sobre comunidad y territorio. Relph (1976), por ejemplo, sostiene que el lugar no es solo una localización física, sino un entramado de significados que configuran la identidad del sujeto. Así, el sentido de pertenencia también se vincula con la experiencia del espacio vivido, con el arraigo y la familiaridad afectiva con determinados entornos. La deslocalización, la migración forzada o el despojo territorial generan no solo pérdida material, sino también ruptura identitaria y desvinculación simbólica.

En contextos institucionales como la escuela o el trabajo, el sentido de pertenencia se convierte en un factor decisivo para la cohesión, el rendimiento y la salud organizacional. Diversas investigaciones en el ámbito educativo han demostrado que los estudiantes que se sienten parte de su comunidad escolar presentan mayores niveles de motivación intrínseca, mejores resultados académicos y una menor propensión al abandono escolar (Finn, 1989; Anderman, 2002). Asimismo, en contextos laborales, el sentido de pertenencia fortalece el compromiso organizacional, reduce la rotación de personal y mejora el clima interpersonal (Ashforth & Mael, 1989). Por tanto, promover la pertenencia no es un gesto simbólico, sino una estrategia estructural para el desarrollo humano y colectivo.

No obstante, el sentido de pertenencia también puede convertirse en una herramienta de exclusión. Toda identidad grupal, al delimitar lo que se considera propio, traza simultáneamente una frontera con lo ajeno. Como señala Jenkins (2004), la identidad social opera por diferenciación: se construye tanto por identificación como por distinción. En este sentido, la pertenencia puede producir efectos de cierre, sectarismo o nacionalismo excluyente. La historia está plagada de ejemplos donde la exaltación de la pertenencia a una nación, una etnia o una religión ha justificado prácticas discriminatorias, xenofóbicas o violentas. De ahí la importancia de desarrollar formas de pertenencia abiertas, inclusivas y democráticas, que reconozcan la pluralidad sin caer en el tribalismo.

La tensión entre inclusión y exclusión se vuelve especialmente aguda en sociedades contemporáneas atravesadas por procesos de globalización, migración y fragmentación cultural. En este escenario, el sentido de pertenencia se ve desafiado por la multiplicación de identidades, la virtualización de los vínculos y la precarización de los espacios de socialización tradicionales. Las redes sociales digitales, por ejemplo, han creado nuevas formas de comunidad que no siempre implican encuentros físicos ni compromisos duraderos, sino más bien afinidades efímeras, construidas en torno a intereses compartidos, algoritmos y lógicas de consumo. Si bien estas comunidades virtuales pueden ofrecer refugio simbólico y espacios de expresión, también presentan riesgos de superficialidad vincular, homogeneización ideológica y aislamiento social (Turkle, 2011; Boyd, 2014).

En los márgenes de la ciudadanía, el sentido de pertenencia se convierte en una demanda política. Grupos históricamente excluidos –migrantes, pueblos originarios, comunidades LGBTQ+, entre otros– reclaman no solo reconocimiento legal, sino inclusión simbólica y afectiva. El derecho a pertenecer no es solamente un asunto administrativo o jurídico, sino una dimensión profunda de la dignidad humana. Como lo plantea Fraser (2008), la justicia social requiere no solo redistribución económica, sino también reconocimiento cultural y representación política. En otras palabras, pertenecer significa ser visible, ser escuchado y tener un lugar legítimo en la narrativa común.

En este contexto, la escuela y otras instituciones públicas adquieren un papel crucial en la formación del sentido de pertenencia. Estas instituciones deben ser capaces de generar condiciones materiales, simbólicas y afectivas que propicien la inclusión real de todos sus miembros. Esto implica prácticas pedagógicas interculturales, políticas de participación democrática y construcción colectiva de la memoria institucional. Como sostiene Tedesco (2003), la educación tiene la responsabilidad de ofrecer experiencias significativas de pertenencia que fortalezcan tanto la identidad personal como el compromiso con el bien común.

Además, la pertenencia no es un estado fijo, sino un proceso dinámico que se construye, se negocia y se transforma a lo largo del tiempo. Las personas pueden experimentar múltiples formas de pertenencia simultáneamente –familiar, comunitaria, profesional, política–, y estas pueden entrar en tensión o complementarse. La hibridez identitaria, lejos de ser un problema, constituye una riqueza cultural que permite superar las lógicas binarias de inclusión-exclusión. Como señala Bhabha (1994), el entre-lugar es precisamente el espacio de producción de nuevas significaciones y subjetividades.

Por todo lo anterior, promover el sentido de pertenencia es una tarea ética y política de primer orden. No se trata de imponer identidades homogéneas ni de reforzar esencialismos, sino de construir espacios relacionales donde cada sujeto pueda sentirse parte activa de un proyecto común, sin renunciar a su singularidad. Ello requiere voluntad institucional, apertura cultural y sensibilidad afectiva. Supone, también, una apuesta por el cuidado como principio organizador de los vínculos humanos. Como plantea Joan Tronto (1993), cuidar implica reconocer la vulnerabilidad del otro y comprometerse con su bienestar. Este cuidado es la base de toda forma genuina de pertenencia.

En conclusión, el sentido de pertenencia es mucho más que un sentimiento individual: es una construcción psicosocial compleja que articula identidad, afecto y participación. Su ausencia genera fracturas subjetivas y sociales, mientras que su presencia potencia el desarrollo personal y colectivo. En un mundo atravesado por la incertidumbre, el conflicto y la disgregación, recuperar y recrear el sentido de pertenencia se vuelve una tarea impostergable. Pero esta tarea no puede ser delegada únicamente al individuo: requiere transformaciones estructurales, políticas inclusivas y nuevas pedagogías del encuentro. Pertenecer no debe ser un privilegio, sino un derecho común, sostenido en el reconocimiento mutuo, la dignidad compartida y la memoria colectiva de lo que somos juntos.

REFERENCIAS

Anderman, L. H. (2002). School effects on psychological outcomes during adolescence. Journal of Educational Psychology, 94(4), 795–809.

Ashforth, B. E., & Mael, F. (1989). Social identity theory and the organization. Academy of Management Review, 14(1), 20–39.

Baumeister, R. F., & Leary, M. R. (1995). The need to belong: Desire for interpersonal attachments as a fundamental human motivation. Psychological Bulletin, 117(3), 497–529.

Bhabha, H. K. (1994). The Location of Culture. Routledge.

Boyd, D. (2014). It's Complicated: The Social Lives of Networked Teens. Yale University Press.

Finn, J. D. (1989). Withdrawing from school. Review of Educational Research, 59(2), 117–142.

Fraser, N. (2008). Escalas de justicia. Herder.

Goodenow, C. (1993). The psychological sense of school membership among adolescents: Scale development and educational correlates. Psychology in the Schools, 30(1), 79–90.

Halbwachs, M. (1994). La memoria colectiva. Prensas Universitarias de Zaragoza.

Jenkins, R. (2004). Social Identity. Routledge.

Osterman, K. F. (2000). Students’ need for belonging in the school community. Review of Educational Research, 70(3), 323–367.

Relph, E. (1976). Place and placelessness. Pion.

Tajfel, H., & Turner, J. C. (1979). An integrative theory of intergroup conflict. In W. G. Austin & S. Worchel (Eds.), The social psychology of intergroup relations (pp. 33–47). Brooks/Cole.

Tedesco, J. C. (2003). Educación y justicia social. Ariel.

Tronto, J. (1993). Moral boundaries: A political argument for an ethic of care. Routledge.

Turkle, S. (2011). Alone together: Why we expect more from technology and less from each other. Basic Books.

 

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