GENÉTICA, CULTURA Y GÉNERO

GENÉTICA, CULTURA Y GÉNERO

En una época en que los debates sobre la identidad personal, la justicia social y la ciencia se entrecruzan con inusitada intensidad, resulta imperativo cuestionar las narrativas que, desde la biología, pretenden establecer verdades inmutables sobre el ser humano. La afirmación de que el genoma humano determina de forma irrevocable una identidad binaria —varón o hembra— no solo ignora la complejidad del desarrollo humano, sino que también silencia la influencia constitutiva de la cultura en la construcción del género. La aparente simplicidad del binarismo sexual, codificado en los cromosomas XX y XY, entra en tensión con la multiplicidad de vivencias subjetivas, expresiones identitarias y realidades socioculturales que configuran el género como fenómeno psicosocial. Este ensayo examina las tensiones entre genética, cultura y género desde una perspectiva integradora, que reconozca tanto la dimensión biológica como las determinaciones culturales y subjetivas del desarrollo humano. A lo largo del análisis, se argumentará que el género no puede ser reducido ni al determinismo genético ni a una mera construcción cultural arbitraria, sino que constituye una intersección compleja entre herencia, experiencia y estructura social.

El punto de partida habitual en esta discusión es la diferencia sexual biológica, definida genéticamente. El genoma humano contiene veintitrés pares de cromosomas, de los cuales uno —el par sexual— determina la diferenciación sexual típica: XX en individuos asignados como mujeres y XY en aquellos asignados como varones (Steensma et al., 2013). A nivel embrionario, la expresión de genes específicos, como el SRY en el cromosoma Y, activa la diferenciación gonadal hacia testículos, mientras que su ausencia favorece el desarrollo ovárico (Arnold, 2020). Estas diferencias morfológicas se consolidan durante el desarrollo fetal, marcando trayectorias divergentes en la maduración de sistemas reproductivos, cerebrales y endocrinos. Sin embargo, la idea de que el sexo se reduce exclusivamente a estos patrones genéticos ignora tanto la existencia de variaciones intersexuales como la plasticidad neuroendocrina durante el desarrollo (Fausto-Sterling, 2012).

En efecto, las categorías de sexo "masculino" y "femenino" son representaciones simplificadas que no dan cuenta de la diversidad biológica existente. Las personas intersexuales, que presentan combinaciones atípicas de cromosomas, gónadas y genitales, son una muestra fehaciente de que el dimorfismo sexual es más una norma estadística que una ley universal (Ainsworth, 2015). Según la Sociedad Intersexual de América del Norte, hasta el 1.7% de los nacimientos presentan alguna forma de intersexualidad, cifra comparable a la de personas pelirrojas en la población mundial. Este dato, lejos de ser anecdótico, interpela los supuestos sobre la supuesta naturalidad del binarismo biológico. En consecuencia, se hace necesaria una comprensión más matizada del sexo que incluya las variaciones naturales del desarrollo humano.

Por otra parte, desde la psicología social se ha evidenciado que las categorías de género no derivan mecánicamente del sexo biológico, sino que son construidas y reproducidas socialmente. El género, a diferencia del sexo, se refiere al conjunto de normas, roles, expectativas y símbolos que las sociedades asignan a las personas en función de su sexo asignado al nacer (Butler, 2006). Esta construcción cultural del género es histórica, situada y maleable, lo que permite comprender la existencia de múltiples formas de vivir y expresar la identidad de género. Estudios transculturales han demostrado que los roles de género varían enormemente entre culturas, lo que sugiere que no están biológicamente predeterminados sino socialmente inculcados (Hofstede et al., 2010).

En este sentido, la psicología del desarrollo ha mostrado cómo desde edades tempranas los niños y niñas internalizan los modelos de género predominantes en su contexto sociocultural, lo que influye no solo en sus intereses y comportamientos, sino incluso en su autoconcepto y autoestima (Bem, 1981). El modelo de esquemas de género propuesto por Bem sugiere que las personas organizan su experiencia y percepción social a partir de estructuras cognitivas relacionadas con el género, las cuales se desarrollan mediante procesos de socialización y reforzamiento (Martin & Ruble, 2004). Esta internalización temprana de normas de género influye en elecciones vocacionales, expresiones emocionales y relaciones interpersonales, reproduciendo la estructura de género dominante.

La emergencia de la disforia de género como categoría diagnóstica en el DSM-5 marca otro punto clave en la discusión. Definida como la incongruencia persistente entre el sexo asignado al nacer y la identidad de género sentida, esta condición refleja el profundo malestar subjetivo que puede surgir cuando el contexto social no reconoce ni valida las vivencias identitarias de la persona (American Psychiatric Association, 2013). La disforia de género no constituye un trastorno en sí mismo, sino una respuesta psíquica ante un entorno que impone una normativa binaria restrictiva. Investigaciones recientes han mostrado que la comorbilidad con trastornos depresivos y ansiosos, así como el riesgo elevado de suicidio, se relaciona más con la discriminación y el rechazo social que con la identidad de género per se (Puckett et al., 2019).

Desde esta perspectiva, la psicología social ha aportado elementos cruciales para comprender cómo las estructuras sociales generan sufrimiento psíquico cuando niegan la legitimidad de las experiencias trans, no binarias o intersexuales. El modelo de estrés de las minorías (Meyer, 2003) ha sido ampliamente validado como marco explicativo de cómo la estigmatización estructural produce altos niveles de estrés crónico, afectando la salud mental de las personas transgénero. Factores como la exclusión familiar, el acoso escolar, las barreras al acceso sanitario y la patologización institucional configuran un entorno hostil que incrementa la vulnerabilidad psicosocial (Grant et al., 2011).

Más allá del nivel individual, el género debe entenderse también como una estructura sociopolítica que regula la distribución del poder, el reconocimiento y los recursos. En este sentido, el género no es solo identidad, sino también una categoría analítica que permite examinar las relaciones de dominación y desigualdad que operan en los sistemas sociales (Connell, 2009). La teoría de la performatividad de Butler (2006) ha mostrado que el género no es un atributo interno, sino un efecto de prácticas reiteradas, socialmente reguladas, que producen la ilusión de un yo coherente y estable. De este modo, el cuerpo sexuado no es un punto de partida neutro, sino un campo de significación política sobre el que se inscriben normas, prohibiciones y expectativas.

La neurociencia contemporánea también ha contribuido a desestabilizar los esencialismos en torno al género. Aunque existen diferencias sexuales promedio en el cerebro humano, estudios metaanalíticos han mostrado que el cerebro no se divide en masculino y femenino, sino que presenta un mosaico de características que se combinan de forma única en cada individuo (Joel et al., 2015). Esta evidencia refuerza la idea de que no existen cerebros "de mujer" o "de hombre", sino una diversidad de configuraciones posibles, lo cual impugna las narrativas que asocian capacidades cognitivas o rasgos emocionales a diferencias sexuales determinadas genéticamente.

En este contexto, se vuelve indispensable una mirada interdisciplinaria que articule la biología, la psicología y la sociología para comprender la complejidad del género. Si bien la genética contribuye a configurar ciertas predisposiciones, el desarrollo humano está mediado por procesos de socialización, aprendizaje, interacción simbólica y agencia subjetiva. El reduccionismo biológico, que pretende explicar la identidad de género exclusivamente a partir de los cromosomas, incurre en una falacia determinista que desconoce la pluralidad de trayectorias vitales. Por otro lado, una visión puramente constructivista corre el riesgo de invisibilizar las dimensiones materiales y somáticas de la experiencia de género. Solo un enfoque dialéctico puede captar la articulación dinámica entre cuerpo, subjetividad y cultura.

La comprensión del género como una construcción sociocultural no niega la existencia de componentes biológicos, pero impugna la pretensión de que estos definan unívocamente la identidad o el valor de una persona. Desde una ética de la diversidad, resulta urgente promover marcos normativos y educativos que reconozcan y protejan las múltiples formas de existencia de género. Esto implica revisar políticas públicas, prácticas clínicas y discursos institucionales que siguen operando desde una lógica binaria y patologizante. En el ámbito educativo, por ejemplo, la inclusión de una pedagogía crítica de género puede favorecer procesos de socialización más equitativos y respetuosos de las diferencias (Subirats, 2015).

La integración de estas perspectivas también tiene implicaciones para la salud mental. En lugar de medicalizar las disidencias de género, la intervención psicológica debe orientarse hacia el acompañamiento, el fortalecimiento del self y la transformación de las condiciones sociales que generan sufrimiento. En línea con los principios de la psicología afirmativa, es fundamental validar las identidades trans y no binarias, reconociendo su legitimidad sin exigir conformidad con modelos cisnormativos (Richards et al., 2016). Asimismo, las investigaciones han demostrado que el acceso a tratamientos afirmativos —como terapias hormonales o quirúrgicas— mejora significativamente la calidad de vida y la salud mental de las personas trans, desmontando los mitos sobre la inestabilidad de sus decisiones (Murad et al., 2010).

En conclusión, el análisis del vínculo entre genética, cultura y género revela que la identidad humana no puede ser entendida mediante categorías rígidas y universales. El sexo biológico, lejos de ser una base definitiva, es un punto de partida condicionado por la variabilidad genética y el contexto epigenético. El género, por su parte, es una construcción relacional y dinámica, modulada por las prácticas sociales, las estructuras simbólicas y las experiencias individuales. La persistencia del binarismo biológico como criterio normativo produce exclusión y sufrimiento, especialmente en aquellas personas cuyas identidades no encajan en los moldes tradicionales. Frente a ello, es necesario construir un marco integrador que promueva el respeto por la diversidad, la justicia epistémica y el bienestar subjetivo. El desafío no es elegir entre biología o cultura, sino reconocer que ambas interactúan en la configuración de lo humano. Comprender esta complejidad es una tarea urgente para la psicología contemporánea.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Ainsworth, C. (2015). Sex redefined. Nature, 518(7539), 288–291.

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Richards, C., Bouman, W. P., & Barker, M. J. (2016). Genderqueer and Non-Binary Genders. Palgrave Macmillan.

Steensma, T. D., Biemond, R., de Boer, F., & Cohen-Kettenis, P. T. (2013). Desisting and persisting gender dysphoria after childhood: A qualitative follow-up study. Clinical Child Psychology and Psychiatry, 18(4), 572–588.

Subirats, M. (2015). Construyendo la igualdad: Perspectivas y debates de la coeducación. Barcelona: Graó.

 

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