LA AGRESIÓN

LA AGRESIÓN

En las entrañas de la convivencia humana anida un impulso oscuro y persistente: la agresión. Desde conflictos interpersonales cotidianos hasta guerras devastadoras, la agresión ha sido una constante histórica y biológica de la humanidad. Su expresión adopta múltiples formas —física, simbólica, estructural—, y su comprensión no puede limitarse a una explicación simplista o moralista. Es una conducta intencionada de daño, pero también un síntoma de frustraciones sociales, desigualdades estructurales o distorsiones cognitivas. La agresión, lejos de ser un fenómeno marginal, es un producto complejo de interacciones entre factores individuales, grupales y culturales. Este ensayo propone analizar la agresión como una categoría psicosocial multidimensional, cuyo abordaje exige un enfoque crítico, interdisciplinario y éticamente comprometido.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la violencia —categoría en la que se inscribe la agresión— como el uso intencional de la fuerza física o poder, real o amenazado, contra uno mismo, otra persona o un grupo, que cause o tenga alta probabilidad de causar daño físico, psicológico, sexual o privación (OMS, 2002). Esta definición introduce una clave conceptual crucial: el poder, entendido no solo como fuerza física, sino también como capacidad de ejercer control o dominación sobre otro. Así, la agresión no puede reducirse a un impulso instintivo, sino que debe pensarse en relación con estructuras de poder, dinámicas sociales y marcos culturales que la permiten, legitiman o incluso promueven.

Desde una perspectiva psicológica, la agresión ha sido ampliamente investigada en sus formas instrumentales y reactivas. La agresión instrumental es aquella que se utiliza como medio para alcanzar un fin —por ejemplo, intimidar para obtener recursos—, mientras que la reactiva es una respuesta emocional a una amenaza percibida o una frustración (Bushman & Anderson, 2001). Esta diferenciación no solo tiene valor descriptivo, sino que también revela las distintas motivaciones que pueden estar detrás del comportamiento agresivo, desde la defensa de la autoestima hasta el deseo de control social.

Las teorías clásicas del aprendizaje social, como la propuesta por Bandura (1973), afirman que la agresión no es innata, sino aprendida mediante observación e imitación. El experimento del muñeco Bobo mostró cómo los niños que observaban modelos adultos comportarse de manera agresiva tendían a replicar esa conducta, especialmente si veían que el modelo era recompensado. Esta perspectiva revela la importancia de los contextos familiares, educativos y mediáticos en la socialización de la agresión. En un entorno donde la violencia es modelada como solución válida a los conflictos, es más probable que los sujetos internalicen patrones agresivos como comportamientos legítimos.

Sin embargo, la agresión también tiene raíces biológicas. Investigaciones en neurociencia han vinculado ciertas áreas del cerebro, como la amígdala y la corteza prefrontal, con la regulación del comportamiento agresivo (Davidson, Putnam & Larson, 2000). Los déficits en el control ejecutivo o la hiperactivación emocional pueden predisponer a respuestas desproporcionadas ante estímulos percibidos como amenazantes. Asimismo, se ha demostrado la influencia de factores hormonales, especialmente los niveles de testosterona, en la predisposición a conductas agresivas, aunque su efecto está moderado por variables contextuales y sociales (Carré & Olmstead, 2015).

A nivel colectivo, la agresión se multiplica y complejiza. En contextos grupales, la desindividuación —la pérdida del sentido de identidad personal al sumergirse en una masa— puede disminuir la inhibición moral y facilitar comportamientos agresivos que el individuo no realizaría de forma aislada (Zimbardo, 2007). Así se explica, en parte, la violencia de las turbas, los linchamientos o el comportamiento en redes sociales, donde el anonimato reduce la responsabilidad percibida y exacerba la hostilidad. Además, el pensamiento grupal —la tendencia a buscar consenso a expensas del juicio crítico— puede llevar a decisiones colectivas violentas bajo la ilusión de unanimidad moral (Janis, 1982).

En los entornos escolares, la agresión se manifiesta en fenómenos como el acoso (bullying), caracterizado por un desequilibrio de poder, intencionalidad y repetición. El bullying no solo daña a la víctima, sino que perpetúa un clima de miedo y dominación que impacta a toda la comunidad escolar. Estudios muestran que los agresores suelen presentar déficits en habilidades socioemocionales, pero también reciben validación social por parte de pares que refuerzan su conducta (Olweus, 1993). Este tipo de agresión temprana es predictor de conductas antisociales futuras, lo cual subraya la necesidad de abordajes preventivos desde la infancia.

En la esfera social más amplia, la agresión puede institucionalizarse en sistemas políticos autoritarios, prácticas de exclusión social o políticas públicas que marginan sistemáticamente a ciertos grupos. Aquí la violencia se vuelve estructural: no es un acto puntual, sino una forma organizada y persistente de daño. El racismo sistémico, la desigualdad de género o la represión estatal son expresiones de una agresión institucionalizada que no necesita golpe físico para infligir sufrimiento. El sociólogo Johan Galtung (1969) denominó a este fenómeno “violencia estructural”, aludiendo a las formas en que las instituciones causan daño al impedir que los sujetos satisfagan sus necesidades básicas.

Un campo de análisis relevante es la agresión de género. En este tipo de violencia, la agresión está ligada a una estructura patriarcal que distribuye el poder de forma desigual entre hombres y mujeres. La violencia de pareja, el acoso sexual, la trata de personas o los feminicidios son formas extremas de esta agresión, pero no las únicas. Existen también violencias simbólicas más sutiles, como la invisibilización, la deslegitimación o la cosificación de las mujeres (Bourdieu, 1999). Estas formas de agresión son sostenidas por estereotipos de género, normas culturales y discursos mediáticos que legitiman la dominación masculina.

Otro tipo de agresión particularmente preocupante es la autoagresión, que incluye desde el cutting hasta el suicidio. Este tipo de conducta, aunque dirigida hacia uno mismo, tiene profundas raíces sociales y psicológicas. Según la OMS (2014), el suicidio es una de las principales causas de muerte en jóvenes a nivel mundial, lo cual sugiere que la agresión autoinfligida es un síntoma de un malestar existencial y social que no ha encontrado canales de expresión ni contención adecuados. Los determinantes sociales, como el aislamiento, el estigma, la pobreza o la discriminación, juegan un rol fundamental en la aparición de estas conductas.

A medida que las tecnologías digitales transforman las formas de interacción humana, también emergen nuevas expresiones de agresión. El ciberacoso, por ejemplo, se caracteriza por la persistencia, la viralidad y la posibilidad de anonimato, lo que potencia su impacto emocional. Este tipo de violencia afecta especialmente a jóvenes, y se asocia con consecuencias severas como la depresión, el aislamiento social o incluso el suicidio (Kowalski, Giumetti, Schroeder & Lattanner, 2014). Frente a ello, las estrategias de prevención deben considerar no solo la conducta individual, sino también las dinámicas de grupo en entornos digitales, y la responsabilidad de las plataformas que permiten su difusión.

La cultura también cumple un papel decisivo en la configuración de la agresión. En algunas sociedades, la violencia puede estar ritualizada, normalizada o incluso celebrada. Desde las culturas del honor —donde la defensa de la reputación justifica el uso de la violencia— hasta las sociedades hipermasculinizadas que glorifican la fuerza y la dominación, los patrones culturales moldean el significado y la legitimidad de la agresión (Nisbett & Cohen, 1996). Por ello, cualquier análisis profundo del fenómeno requiere integrar la dimensión cultural, histórica y simbólica en la que se produce.

A nivel preventivo, la reducción de la agresión implica intervenciones multicausales y multisectoriales. Desde la promoción de habilidades socioemocionales en contextos escolares, hasta políticas públicas orientadas a reducir la desigualdad y fomentar la justicia social. Programas como el desarrollo de la empatía, el autocontrol, la resolución de conflictos o la gestión emocional han mostrado ser eficaces para disminuir comportamientos agresivos (Eisenberg, Spinrad & Morris, 2014). Asimismo, la intervención temprana en contextos familiares con altos niveles de violencia es clave para romper los ciclos transgeneracionales de agresión.

En última instancia, la agresión interpela a nuestras concepciones sobre la naturaleza humana, la convivencia y la justicia. ¿Es la violencia inevitable, un residuo ancestral de nuestra evolución? ¿O es, más bien, una forma de relación social moldeada por nuestras estructuras, discursos y prácticas? Las evidencias disponibles sugieren que si bien existen predisposiciones biológicas, el comportamiento agresivo es profundamente modulable, y su aparición depende del entramado social que lo contextualiza. La agresión, entonces, no es solo un problema psicológico, sino un síntoma de un orden social que necesita transformarse.

La responsabilidad colectiva frente a la agresión no se limita a castigar al agresor, sino que exige una comprensión profunda de sus causas, una transformación de las condiciones que la producen y una apuesta ética por formas de relación más equitativas y no violentas. Mientras no desactivemos las estructuras que la sostienen, la agresión seguirá reproduciéndose, mutando y devastando vidas.

REFERENCIAS

Bandura, A. (1973). Aggression: A social learning analysis. Prentice-Hall.

Bourdieu, P. (1999). La dominación masculina. Anagrama.

Bushman, B. J., & Anderson, C. A. (2001). Is it time to pull the plug on the hostile versus instrumental aggression dichotomy? Psychological Review, 108(1), 273–279.

Carré, J. M., & Olmstead, N. A. (2015). Social neuroendocrinology of human aggression: Examining the role of competition-induced testosterone dynamics. Neuroscience, 286, 171–186.

Davidson, R. J., Putnam, K. M., & Larson, C. L. (2000). Dysfunction in the neural circuitry of emotion regulation—A possible prelude to violence. Science, 289(5479), 591–594.

Eisenberg, N., Spinrad, T. L., & Morris, A. S. (2014). Empathy-related responding in children. In M. Killen & J. Smetana (Eds.), Handbook of moral development (pp. 184–207). Psychology Press.

Galtung, J. (1969). Violence, peace, and peace research. Journal of Peace Research, 6(3), 167–191.

Janis, I. L. (1982). Groupthink: Psychological studies of policy decisions and fiascoes (2nd ed.). Houghton Mifflin.

Kowalski, R. M., Giumetti, G. W., Schroeder, A. N., & Lattanner, M. R. (2014). Bullying in the digital age: A critical review and meta-analysis of cyberbullying research among youth. Psychological Bulletin, 140(4), 1073–1137.

Nisbett, R. E., & Cohen, D. (1996). Culture of honor: The psychology of violence in the South. Westview Press.

Olweus, D. (1993). Bullying at school: What we know and what we can do. Blackwell Publishing.

Organización Mundial de la Salud. (2002). Informe mundial sobre la violencia y la salud. OMS.

Organización Mundial de la Salud. (2014). Prevención del suicidio: un imperativo global. OMS.

Zimbardo, P. G. (2007). El efecto Lucifer: el porqué de la maldad. Paidós.

 

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