LA CONDUCTA PROSOCIAL

LA CONDUCTA PROSOCIAL

Resulta paradójico que, en una época marcada por el individualismo, la competencia y el aislamiento digital, persista en el ser humano una inclinación natural —y a la vez culturalmente reforzada— hacia la ayuda al otro. La conducta prosocial, entendida como cualquier acción voluntaria destinada a beneficiar a otra persona, ha sido una pieza clave en la evolución del Homo sapiens y constituye una dimensión esencial de la vida social. Sin embargo, este comportamiento, que abarca desde gestos cotidianos como sostener una puerta hasta actos heroicos como donar un órgano, dista de ser un fenómeno simple o espontáneo. La psicología social ha demostrado que las conductas prosociales están moldeadas por una red de factores cognitivos, emocionales, normativos y contextuales, en constante interacción. Preguntarse por qué ayudamos, cuándo lo hacemos y qué lo motiva, equivale a interrogarse sobre la propia arquitectura moral de lo humano.

Este ensayo se propone analizar la conducta prosocial desde una mirada compleja e integral, en la que se articulan las dimensiones evolutivas, psicológicas, sociales y culturales de esta disposición a beneficiar al otro. Sostendré que la conducta prosocial no puede entenderse como un simple reflejo biológico ni como una expresión de virtud individual, sino como una construcción socialmente mediada, sujeta a normas, expectativas y tensiones estructurales. A través de un recorrido por las principales teorías y hallazgos empíricos, se examinarán los factores que promueven o inhiben el comportamiento prosocial, su relación con la empatía y la justicia, y su papel en la cohesión social contemporánea.

Desde una perspectiva evolutiva, la conducta prosocial ha sido interpretada como una estrategia adaptativa. La teoría de la selección de parentesco (Hamilton, 1964) sostiene que los individuos tienden a ayudar a sus parientes consanguíneos porque ello favorece la transmisión genética indirecta. Es decir, ayudar a un hermano o a un hijo incrementa las probabilidades de supervivencia de los propios genes. Por otro lado, la teoría del altruismo recíproco (Trivers, 1971) propone que la cooperación entre individuos no emparentados puede surgir si existe una expectativa de reciprocidad futura. Estas explicaciones han sido fundamentales para entender cómo pudo emerger la ayuda desinteresada en un entorno de competencia evolutiva. No obstante, resultan insuficientes para explicar formas de altruismo que exceden el cálculo de beneficio personal, como el sacrificio por desconocidos o la ayuda a grupos marginados.

En este punto, la psicología social introduce la noción de normas sociales como reguladoras de la conducta prosocial. La norma de reciprocidad (Gouldner, 1960), según la cual las personas se sienten obligadas a devolver favores, y la norma de responsabilidad social, que impulsa a ayudar a quienes dependen de nosotros, actúan como mecanismos que internalizan expectativas colectivas. Estas normas operan tanto de forma explícita como implícita y pueden motivar actos de ayuda incluso en ausencia de beneficios tangibles. De hecho, múltiples estudios experimentales han mostrado que las personas son más propensas a ayudar cuando perciben que esa conducta es socialmente valorada o esperada (Cialdini, Kallgren & Reno, 1991). Así, el comportamiento prosocial se sitúa en el cruce entre la ética individual y las prescripciones culturales.

Un factor clave en la comprensión de la conducta prosocial es la empatía, entendida como la capacidad de ponerse en el lugar del otro y experimentar una respuesta emocional congruente con su estado. Batson (1991) propuso la hipótesis del altruismo-empatía, según la cual las personas ayudan a otros no para evitar su propio malestar, sino por una preocupación genuina por su bienestar. Esta teoría desafía modelos anteriores centrados exclusivamente en el interés propio, como el modelo del alivio del malestar personal (Cialdini et al., 1987), y pone de relieve el papel de los afectos empáticos en la motivación prosocial. En este sentido, el desarrollo de la empatía durante la infancia y su refuerzo a través de la socialización son fundamentales para la configuración de sujetos sensibles al sufrimiento ajeno.

No obstante, la empatía no opera en un vacío. Su expresión está modulada por múltiples factores situacionales. Por ejemplo, el fenómeno conocido como "efecto espectador", descrito por Darley y Latané (1968), indica que la presencia de otras personas reduce la probabilidad de que un individuo intervenga ante una emergencia, debido a la difusión de la responsabilidad. Esta dinámica muestra que incluso emociones poderosas como la compasión pueden quedar inhibidas por normas de desresponsabilización colectiva. Asimismo, las características del receptor de ayuda influyen en la decisión de ayudar: se tiende a ofrecer más asistencia a personas percibidas como similares, merecedoras o atractivas (Eisenberg & Miller, 1987), lo que introduce sesgos en la distribución de la solidaridad.

En esta línea, la psicología social ha abordado el papel de la identidad grupal en la conducta prosocial. La teoría de la identidad social (Tajfel & Turner, 1979) sostiene que las personas tienden a favorecer a los miembros de su propio grupo frente a los extraños. Esta preferencia se refleja también en los comportamientos de ayuda, que son más frecuentes hacia personas con las que se comparte una identidad común (Stürmer & Snyder, 2010). No obstante, también se ha demostrado que es posible ampliar los límites de la solidaridad mediante procesos de recategorización inclusiva, que enfatizan la pertenencia a una humanidad compartida. Estas estrategias son especialmente relevantes en contextos multiculturales o en situaciones de conflicto social, donde la prosocialidad puede convertirse en una herramienta de reconciliación.

Otro aspecto central es la relación entre conducta prosocial y justicia. En ocasiones, ayudar a otro no implica sólo aliviar su sufrimiento, sino también reparar una injusticia o desafiar una desigualdad estructural. El concepto de justicia prosocial, propuesto por Staub (2003), vincula la ayuda con la defensa activa de los derechos humanos y la promoción del bienestar colectivo. Este enfoque adquiere particular relevancia en el activismo social, el voluntariado comprometido o la solidaridad con comunidades vulnerables. Aquí, la prosocialidad deja de ser un gesto aislado para convertirse en una praxis transformadora, que interpela al sistema y no solo a la conciencia individual.

Es importante señalar que la conducta prosocial no siempre es espontánea ni automática. Diversas investigaciones han mostrado que puede ser promovida mediante intervenciones psicoeducativas, programas de aprendizaje socioemocional y modelos prosociales. Bandura (1977) demostró que el modelado de comportamientos prosociales —es decir, la observación de otras personas que ayudan— incrementa la probabilidad de que los observadores imiten tales conductas. Del mismo modo, enseñar habilidades como la resolución pacífica de conflictos, la escucha activa y la toma de perspectiva contribuye a generar contextos relacionales más solidarios. La prosocialidad, entonces, no es sólo una disposición, sino también una competencia que puede ser desarrollada.

En las últimas décadas, el auge del neoliberalismo ha promovido un ideal de sujeto autónomo, competitivo y centrado en el logro individual, lo que ha afectado profundamente los vínculos de solidaridad y cooperación. En este contexto, la conducta prosocial puede verse erosionada por dinámicas de indiferencia, fragmentación social y precarización de los lazos comunitarios (Bauman, 2003). Sin embargo, también han emergido nuevas formas de prosocialidad, como las redes de apoyo mutuo, los movimientos sociales por la justicia climática o las iniciativas de economía solidaria, que revalorizan la ayuda mutua y el cuidado colectivo como fundamentos de una nueva ética social. Estos fenómenos muestran que la conducta prosocial, lejos de ser un residuo arcaico, se reinventa constantemente en diálogo con las necesidades y desafíos contemporáneos.

Desde una mirada crítica, resulta fundamental distinguir entre una prosocialidad superficial, motivada por el reconocimiento social o el marketing emocional, y una prosocialidad ética, orientada al compromiso genuino con el bienestar del otro. En el primer caso, las acciones solidarias pueden convertirse en gestos simbólicos que refuerzan el ego o el estatus, sin transformar las condiciones estructurales que generan sufrimiento. En el segundo caso, la conducta prosocial se basa en una convicción moral que trasciende la utilidad y se arraiga en una visión del otro como sujeto de dignidad. Esta distinción es crucial para evitar que la ayuda se convierta en una forma encubierta de dominación o caridad vertical.

En última instancia, la conducta prosocial revela tanto las posibilidades como las contradicciones de la vida social. Por un lado, demuestra que los seres humanos no son exclusivamente egoístas ni competitivos, sino también capaces de actuar en función del bienestar ajeno, incluso a costa del propio. Por otro lado, pone en evidencia que la ayuda no siempre es desinteresada ni equitativa, y que puede reproducir lógicas de poder, exclusión o control. Comprender estas tensiones es indispensable para construir una sociedad más justa, en la que la solidaridad no sea una excepción, sino una práctica cotidiana.

Así, la psicología social tiene una tarea urgente: no sólo describir los mecanismos de la conducta prosocial, sino también intervenir activamente para fortalecerla, democratizarla y orientarla hacia formas de convivencia más humanas. En un mundo atravesado por crisis ecológicas, desigualdades extremas y conflictos identitarios, recuperar el sentido profundo de la ayuda mutua puede ser una de las claves para reimaginar nuestras formas de habitar juntos.

REFERENCIAS

Bandura, A. (1977). Social learning theory. Prentice Hall.

Batson, C. D. (1991). The altruism question: Toward a social psychological answer. Lawrence Erlbaum Associates.

Bauman, Z. (2003). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.

Cialdini, R. B., Darby, B. L., & Vincent, J. E. (1987). Transgression and altruism: A case for hedonism. Journal of Experimental Social Psychology, 13(6), 585–600.

Cialdini, R. B., Kallgren, C. A., & Reno, R. R. (1991). A focus theory of normative conduct. Advances in Experimental Social Psychology, 24, 201–234.

Darley, J. M., & Latané, B. (1968). Bystander intervention in emergencies: Diffusion of responsibility. Journal of Personality and Social Psychology, 8(4p1), 377–383.

Eisenberg, N., & Miller, P. A. (1987). The relation of empathy to prosocial and related behaviors. Psychological Bulletin, 101(1), 91–119.

Gouldner, A. W. (1960). The norm of reciprocity: A preliminary statement. American Sociological Review, 25(2), 161–178.

Hamilton, W. D. (1964). The genetical evolution of social behaviour I and II. Journal of Theoretical Biology, 7(1), 1–52.

Staub, E. (2003). The psychology of good and evil: Why children, adults, and groups help and harm others. Cambridge University Press.

Stürmer, S., & Snyder, M. (2010). The psychology of prosocial behavior: Group processes, intergroup relations, and helping. Blackwell Publishing.

Tajfel, H., & Turner, J. C. (1979). An integrative theory of intergroup conflict. En W. G. Austin & S. Worchel (Eds.), The social psychology of intergroup relations (pp. 33–47). Brooks/Cole.

 

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