LA CONSTRUCCIÓN DEL BIENESTAR EN LA ERA DIGITAL

 LA CONSTRUCCIÓN DEL BIENESTAR EN LA ERA DIGITAL

En una época donde los límites entre lo real y lo virtual se disuelven progresivamente, el bienestar psicológico ya no puede concebirse exclusivamente desde parámetros físicos o presenciales. La irrupción de entornos digitales ha transformado las coordenadas tradicionales desde las cuales las personas construyen su identidad, se vinculan afectivamente y experimentan sentido. Esta transformación no es neutra ni secundaria: afecta de forma sustancial la manera en que los individuos se representan a sí mismos y, con ello, las bases psicosociales del bienestar. A través de la digitalización de las relaciones humanas y la virtualización de la identidad, emergen nuevas formas de agencia, vulnerabilidad y autorregulación emocional, en las que los cuerpos pierden centralidad y las subjetividades se tornan móviles, fluidas y descentralizadas. El presente ensayo propone una reflexión crítica sobre cómo se redefine la noción de bienestar en este nuevo ecosistema digital, y cómo la psicología social puede aportar claves para comprender esta metamorfosis identitaria que se desarrolla en la intersección entre tecnología, afectividad e imagen.

En la era digital, la identidad se convierte en un proceso narrativo descentralizado, constantemente reconstruido en función del contexto virtual y de las interacciones mediadas por la tecnología. Las plataformas digitales permiten al sujeto experimentar con múltiples versiones de sí mismo, desafiando la rigidez de las categorías tradicionales como género, nacionalidad o clase social. Esta multiplicidad identitaria pone en cuestión la noción de un yo esencial, estable o congruente, abriendo paso a formas de subjetividad líquida en el sentido propuesto por Bauman (2005), en donde la flexibilidad y la adaptación se tornan condiciones de supervivencia simbólica. Sin embargo, esta fluidez no implica necesariamente liberación: también puede generar desarraigo, inestabilidad y fragmentación del sí mismo, especialmente cuando las demandas de autoexposición y performatividad se intensifican en los espacios virtuales.

La noción de descorporización —es decir, la capacidad de actuar y representarse sin una referencia directa al cuerpo físico— se vuelve central en la comprensión del bienestar en línea. Las redes sociales, los videojuegos multijugador y las plataformas inmersivas como el metaverso permiten a los usuarios desplegar identidades digitales que, en ocasiones, no guardan correspondencia con su realidad material. Esta capacidad de "ser otro" puede resultar empoderadora, al brindar oportunidades de exploración emocional, creatividad y resistencia a normas opresivas (Turkle, 2011). No obstante, también puede generar un desdoblamiento psicológico que impida integrar de manera coherente las experiencias digitales con la vida offline, lo cual repercute en la salud mental del individuo. Así, la identidad digital es simultáneamente una oportunidad para el bienestar psicosocial y un terreno de riesgo para la disociación afectiva.

El bienestar, desde una perspectiva psicosocial, no puede reducirse a la satisfacción individual de necesidades emocionales. Implica también la capacidad de mantener vínculos significativos, ejercer agencia en el entorno y construir sentido en relación con otros. En este sentido, la conectividad digital ha revolucionado los modos de interacción humana, facilitando la expansión de redes afectivas, la emergencia de comunidades virtuales y la accesibilidad a recursos psicoeducativos. Estas posibilidades, sin duda, han democratizado ciertos aspectos del bienestar, sobre todo para personas que enfrentan barreras físicas, geográficas o sociales. Como lo muestran los estudios de Hampton (2016), las redes digitales pueden fortalecer el capital social al mantener vínculos familiares y amistosos a través del tiempo y la distancia.

Sin embargo, la misma infraestructura tecnológica que habilita estas conexiones también introduce nuevas formas de vigilancia, comparación social y presión por la autopresentación idealizada. Plataformas como Instagram o TikTok promueven una estética de bienestar que está profundamente mediatizada por algoritmos que privilegian lo visible, lo estético y lo emocionalmente positivo, en detrimento de la complejidad afectiva o la vulnerabilidad. Esta lógica algorítmica produce una performatividad del bienestar que se disocia de la experiencia subjetiva real, generando disonancia cognitiva, ansiedad y sentimientos de inadecuación (Chou & Edge, 2012). Así, el bienestar digital puede convertirse en una ilusión sostenida por mecanismos de validación externa, más que por procesos de autoaceptación o autenticidad.

Desde la perspectiva de la psicología social, estos fenómenos se inscriben dentro de las dinámicas de influencia normativa e informativa. Las identidades digitales no son construidas en el vacío, sino en diálogo constante con los referentes simbólicos que circulan en las redes, donde las normas de belleza, éxito y felicidad son altamente estandarizadas y reforzadas. La teoría de la comparación social (Festinger, 1954) cobra aquí una vigencia renovada: las plataformas digitales ofrecen un flujo ininterrumpido de información sobre los otros, lo que intensifica los procesos de evaluación social y amplifica los efectos del conformismo. En este sentido, la búsqueda de bienestar en línea puede derivar en una adhesión acrítica a modelos normativos de vida “ideal”, que en lugar de empoderar, alienan.

Frente a este escenario, emergen también prácticas digitales alternativas que reivindican una concepción más ética, relacional y contextualizada del bienestar. Iniciativas como los movimientos de autocuidado radical, los espacios virtuales de acompañamiento emocional o los talleres en línea de mindfulness y salud mental representan intentos de reapropiarse del espacio digital desde una lógica de cuidado colectivo. Estos movimientos desafían la lógica neoliberal que convierte al bienestar en una responsabilidad individual y aislada, y lo reubican en una trama comunitaria donde el apoyo mutuo, la escucha activa y la construcción conjunta de sentido cobran centralidad (Held, 2006). La psicología social, en este marco, puede contribuir a visibilizar estas prácticas y legitimar su valor como formas válidas de producción de bienestar en entornos virtuales.

Asimismo, la construcción del bienestar en la era digital no puede disociarse de las condiciones materiales que median el acceso y la participación en estos espacios. Las brechas digitales —tecnológicas, educativas, de género o generacionales— generan desigualdades estructurales que inciden en la posibilidad de beneficiarse del entorno digital. Por ejemplo, mujeres, personas mayores o habitantes de zonas rurales enfrentan mayores barreras para acceder a plataformas de bienestar digitalizadas, perpetuando dinámicas de exclusión simbólica y práctica (Van Dijk, 2005). En este sentido, cualquier análisis serio sobre bienestar digital debe incluir una mirada interseccional que reconozca cómo los factores estructurales modulan la experiencia subjetiva.

Además, la intensificación de la hiperconectividad plantea nuevos desafíos para la autorregulación emocional. El acceso constante a estímulos, notificaciones e interacciones puede sobrecargar el sistema cognitivo y emocional del sujeto, afectando su capacidad de concentración, descanso y reflexión. Las investigaciones sobre “fatiga digital” y sobrecarga informativa sugieren que existe un umbral a partir del cual la conectividad deja de ser beneficiosa para convertirse en fuente de estrés crónico, desconexión afectiva y deterioro del bienestar (Reinecke & Trepte, 2014). Así, el uso consciente, limitado y reflexivo de las tecnologías digitales se perfila como una estrategia clave para preservar la salud mental en este nuevo escenario.

A la vez, la inteligencia artificial y los entornos de realidad aumentada introducen un nuevo nivel de complejidad. En espacios donde la identidad puede ser completamente reconstruida, y donde los vínculos se mediatizan a través de avatares y simulaciones, se abren interrogantes fundamentales sobre qué significa ser, sentir y estar en comunidad. Estas tecnologías permiten experiencias inmersivas que pueden favorecer procesos terapéuticos, educativos o de exploración identitaria, pero también conllevan riesgos psicosociales si no se acompañan de marcos éticos sólidos. Por ejemplo, el uso prolongado de entornos virtuales puede alterar la percepción del cuerpo, del tiempo y del vínculo, generando fenómenos de desrealización o de desapego de la experiencia encarnada (Slater & Sanchez-Vives, 2016).

En síntesis, la construcción del bienestar en la era digital no es un proceso lineal ni unívoco. Se trata de una arena en disputa, donde se entrecruzan lógicas de poder, estrategias de resistencia, condiciones materiales y prácticas simbólicas. El cuerpo ya no es la única base para constituir subjetividad, pero tampoco desaparece: se convierte en un referente simbólico que se negocia constantemente en la interfaz digital. Las identidades, lejos de estabilizarse, se tornan móviles, experimentales y múltiples, lo que abre nuevas posibilidades para el bienestar psicosocial, pero también nuevos riesgos para la integridad emocional.

La psicología social, frente a estos desafíos, debe posicionarse de forma activa. Ya no basta con diagnosticar síntomas individuales: es preciso analizar críticamente las estructuras sociotécnicas que configuran los entornos digitales y sus efectos sobre la subjetividad. Asimismo, es urgente generar modelos de intervención que integren las nuevas formas de vincularse, narrarse y cuidarse que emergen en el espacio digital. Solo desde una perspectiva crítica, ética y situada será posible acompañar a las personas en la construcción de un bienestar genuino, profundo y conectado con su experiencia vivida, incluso en medio de un mundo que cada vez más se experimenta desde la virtualidad.

REFERENCIAS

Bauman, Z. (2005). Identidad. Losada.

Chou, H. T. G., & Edge, N. (2012). "They are happier and having better lives than I am": The impact of using Facebook on perceptions of others’ lives. Cyberpsychology, Behavior, and Social Networking, 15(2), 117–121.

Festinger, L. (1954). A theory of social comparison processes. Human Relations, 7(2), 117–140.

Hampton, K. N. (2016). Persistent and pervasive community: New communication technologies and the future of community. American Behavioral Scientist, 60(1), 101–124.

Held, V. (2006). The ethics of care: Personal, political, and global. Oxford University Press.

Reinecke, L., & Trepte, S. (2014). Authenticity and well-being on social network sites: A two-wave longitudinal study on the effects of online authenticity and the positivity bias in SNS communication. Computers in Human Behavior, 30, 95–102.

Slater, M., & Sanchez-Vives, M. V. (2016). Enhancing our lives with immersive virtual reality. Frontiers in Robotics and AI, 3, 74.

Turkle, S. (2011). Alone together: Why we expect more from technology and less from each other. Basic Books.

Van Dijk, J. A. G. M. (2005). The deepening divide: Inequality in the information society. SAGE Publications.

 

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