LA PSICOLOGÍA DE LA PAZ

LA PSICOLOGÍA DE LA PAZ

La historia humana es un testimonio persistente de conflictos, violencia y destrucción. Sin embargo, también lo es de resistencia, reconciliación y construcción colectiva de mundos posibles. En medio de ese vaivén, la psicología ha oscilado entre la observación pasiva y el compromiso activo, entre la racionalización de la guerra y la promoción de la paz. Es en este dilema donde emerge la Psicología de la Paz, no como un mero apéndice ético o humanista, sino como un campo riguroso y urgente de conocimiento. Esta disciplina asume que la paz no es simplemente la ausencia de guerra ni la negación de la violencia directa, sino una estructura profunda que se construye activamente desde la justicia, la equidad y la transformación de los vínculos sociales. En un mundo fragmentado por conflictos armados, crisis ecológicas, violencia estructural y discursos de odio normalizados, la Psicología de la Paz interpela tanto a la conciencia como a la acción, ofreciendo marcos conceptuales, estrategias de intervención y horizontes normativos para desnaturalizar la violencia e imaginar la convivencia.

Lejos de constituir una utopía ingenua, la Psicología de la Paz se fundamenta en una crítica estructural a las múltiples formas de violencia —directa, estructural y cultural— tal como las conceptualizó Galtung (1969, 1990). Este autor distingue entre la paz negativa (entendida como la simple ausencia de violencia directa) y la paz positiva (concebida como la presencia activa de justicia social, equidad estructural y bienestar colectivo). Bajo esta concepción, el trabajo psicológico no se limita a intervenir en traumas individuales, sino que debe analizar los sistemas que perpetúan la exclusión, la desigualdad y el sufrimiento colectivo. En otras palabras, la violencia deja de ser un fenómeno episódico y se comprende como una condición estructural reproducida en instituciones, discursos y prácticas cotidianas. De allí que el compromiso ético de la Psicología de la Paz no pueda desligarse de una perspectiva crítica y transformadora del orden social.

Este enfoque se sitúa en continuidad con la tradición de las psicologías críticas latinoamericanas, que han denunciado históricamente la complicidad del saber psicológico con las lógicas del poder hegemónico. Autores como Martín-Baró (1990) propusieron una psicología de la liberación que asumiera como tarea central la desideologización de la conciencia y la reconstrucción de los lazos sociales en contextos marcados por la violencia política y la represión. Su énfasis en el trauma psicosocial, la memoria colectiva y el empoderamiento comunitario como dimensiones centrales del trabajo psicológico representa un antecedente clave para la Psicología de la Paz contemporánea. En efecto, la apuesta por una paz sostenible exige una lectura situada de las condiciones de conflicto, que incorpore tanto las dinámicas microinteraccionales como las macroestructuras que configuran el sufrimiento humano.

Desde esta perspectiva, la Psicología de la Paz articula cuatro pilares fundamentales: investigación, educación, práctica y promoción (Christie, Wagner & Winter, 2001). La investigación implica la producción de conocimiento empíricamente fundado sobre las causas, dinámicas y consecuencias de la violencia, así como sobre los procesos individuales y colectivos que favorecen la resolución pacífica de los conflictos. La educación, por su parte, busca generar capacidades críticas, empatía y conciencia transformadora en sujetos capaces de convivir en contextos plurales. La práctica abarca desde la mediación de conflictos hasta la intervención psicosocial en contextos de postguerra, exilio o violencia urbana. Finalmente, la promoción apunta a incidir en políticas públicas, marcos normativos e imaginarios colectivos que favorezcan una cultura de paz.

Estos cuatro componentes no son secuenciales ni autónomos, sino que se retroalimentan continuamente. La práctica profesional sin un marco ético y epistémico crítico puede derivar en tecnocratización o asistencialismo. La investigación descontextualizada corre el riesgo de invisibilizar las verdaderas raíces de la violencia. La promoción sin praxis queda atrapada en el idealismo retórico. Por ello, la Psicología de la Paz se define tanto por su objeto como por su orientación normativa: no basta con entender el conflicto, hay que transformar las condiciones que lo generan. Como sostienen Burton y Dukes (1990), una verdadera transformación del conflicto implica ir más allá del manejo superficial de las disputas para adentrarse en las necesidades humanas insatisfechas que subyacen a la violencia, tales como el reconocimiento, la autonomía y la seguridad.

En esta línea, la psicología social aporta herramientas esenciales para comprender cómo los procesos identitarios, los prejuicios y la deshumanización operan como catalizadores del conflicto. Tajfel y Turner (1979), con su teoría de la identidad social, demostraron cómo los procesos de categorización grupal y favoritismo endogrupal pueden intensificar las hostilidades intergrupales, incluso en ausencia de amenazas objetivas. Este hallazgo ha sido fundamental para comprender conflictos étnicos, nacionalistas y religiosos, donde la percepción de amenaza simbólica genera un círculo vicioso de exclusión y violencia (Stephan & Stephan, 2000). Asimismo, estudios sobre la obediencia (Milgram, 1974) y la influencia de la autoridad (Zimbardo, 2007) evidencian cómo estructuras institucionales y jerárquicas pueden facilitar la violencia sistemática aun entre individuos sin predisposición agresiva previa.

Sin embargo, comprender la génesis del conflicto no es suficiente. La Psicología de la Paz también se ocupa de estudiar los procesos de reconciliación, perdón, justicia restaurativa y reconstrucción del tejido social. Aquí adquieren relevancia conceptos como la empatía intergrupal, la memoria colectiva, la resiliencia comunitaria y la justicia transicional. La empatía, por ejemplo, ha demostrado ser un mecanismo poderoso para reducir el prejuicio y fomentar la cooperación entre grupos históricamente enfrentados (Batson et al., 1997). Pero la empatía no puede ser entendida solo como una emoción individual, sino como una disposición política que implica reconocimiento mutuo, responsabilidad compartida y apertura al sufrimiento del otro. Del mismo modo, los procesos de memoria y verdad desempeñan un rol central en la consolidación de una paz duradera, al permitir que las víctimas recuperen su agencia narrativa y que las sociedades enfrenten su pasado sin negacionismo ni impunidad (Bar-Tal, 2003).

En contextos de postconflicto, las intervenciones psicológicas deben equilibrar la atención a los efectos traumáticos con la promoción de la agencia colectiva. La resiliencia, entendida como la capacidad de las comunidades para resistir, adaptarse y transformarse frente a la adversidad, se convierte en una categoría clave (Ungar, 2011). Esta no reside únicamente en rasgos individuales, sino que emerge de redes sociales, prácticas culturales y recursos simbólicos que permiten resignificar la experiencia del dolor. En este sentido, las prácticas narrativas, el arte comunitario, las ceremonias simbólicas y los espacios de diálogo pueden ser estrategias valiosas para reparar los vínculos sociales y restaurar la confianza.

No obstante, el trabajo por la paz no puede limitarse al “después” del conflicto. La Psicología de la Paz insiste en la necesidad de una prevención estructural, es decir, en la construcción de condiciones sociales, económicas y políticas que impidan la aparición de conflictos violentos. Esto implica atender a la desigualdad social, al racismo institucional, a la pobreza estructural y a la exclusión sistemática de sectores vulnerables. Como señala Reardon (1996), la paz sostenible requiere justicia social, respeto por los derechos humanos y participación democrática. Así, la paz deja de ser un estado pasivo y se convierte en un proceso dinámico que debe ser cultivado en todos los niveles: interpersonal, comunitario, institucional y global.

Cabe advertir que esta tarea no está exenta de tensiones y contradicciones. La institucionalización de la “cultura de paz” en organismos internacionales ha sido, en algunos casos, cooptada por discursos tecnocráticos que omiten las raíces estructurales de la violencia. Asimismo, la proliferación de programas de resolución de conflictos basados en la lógica de la negociación racional puede ignorar las asimetrías de poder que imposibilitan acuerdos justos. Frente a ello, la Psicología de la Paz debe mantener una actitud reflexiva y crítica, evitando tanto el dogmatismo moral como la neutralidad política. Su legitimidad no reside en la objetividad científica aislada, sino en su capacidad para incidir en procesos concretos de transformación social.

Finalmente, conviene subrayar que la paz no es una meta que se alcanza de forma definitiva, sino una práctica cotidiana, frágil y siempre inacabada. La Psicología de la Paz, como disciplina y como compromiso ético, nos recuerda que la convivencia no es un estado natural ni un regalo institucional, sino una construcción histórica que exige esfuerzo, memoria, sensibilidad y coraje. En tiempos donde se normaliza el discurso de la violencia, donde el enemigo se construye como necesidad identitaria y donde la seguridad se impone como sinónimo de represión, pensar en clave de paz es un acto profundamente subversivo.

REFERENCIAS

Bar-Tal, D. (2003). Collective memory of physical violence: Its contribution to the culture of violence. In E. Cairns & M. D. Roe (Eds.), The Role of Memory in Ethnic Conflict (pp. 77–93). Palgrave Macmillan.

Batson, C. D., Polycarpou, M. P., Harmon-Jones, E., Imhoff, H. J., Mitchener, E. C., Bednar, L. L., ... & Highberger, L. (1997). Empathy and attitudes: Can feeling for a member of a stigmatized group improve feelings toward the group? Journal of Personality and Social Psychology, 72(1), 105–118.

Burton, J., & Dukes, F. (1990). Conflict: Practices in management, settlement and resolution. St. Martin’s Press.

Christie, D. J., Wagner, R. V., & Winter, D. A. (2001). Peace, conflict, and violence: Peace psychology for the 21st century. Prentice Hall.

Galtung, J. (1969). Violence, peace, and peace research. Journal of Peace Research, 6(3), 167–191.

Galtung, J. (1990). Cultural violence. Journal of Peace Research, 27(3), 291–305.

Martín-Baró, I. (1990). Psicología social de la guerra: Trauma y terapia. UCA Editores.

Milgram, S. (1974). Obedience to authority: An experimental view. Harper & Row.

Reardon, B. A. (1996). Educating for human dignity: Learning about rights and responsibilities. University of Pennsylvania Press.

Stephan, W. G., & Stephan, C. W. (2000). An integrated threat theory of prejudice. In S. Oskamp (Ed.), Reducing Prejudice and Discrimination (pp. 23–45). Lawrence Erlbaum.

Tajfel, H., & Turner, J. C. (1979). An integrative theory of intergroup conflict. In W. G. Austin & S. Worchel (Eds.), The Social Psychology of Intergroup Relations (pp. 33–47). Brooks/Cole.

Ungar, M. (2011). The social ecology of resilience: Addressing contextual and cultural ambiguity of a nascent construct. American Journal of Orthopsychiatry, 81(1), 1–17.

Zimbardo, P. (2007). The Lucifer Effect: Understanding How Good People Turn Evil. Random House.

 

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