OBEDIENCIA
OBEDIENCIA
En una
época marcada por crisis de legitimidad, desinformación y creciente
polarización política, la obediencia continúa siendo una de las formas de
influencia social más potentes, complejas y peligrosamente invisibles. La idea
de que un individuo puede modificar su conducta de forma radical, simplemente
por la presencia de una figura de autoridad, ha perturbado tanto a psicólogos
como a filósofos durante décadas. Lejos de tratarse de una cuestión anecdótica,
la obediencia encierra profundas implicaciones éticas, políticas y sociales,
pues implica la renuncia, voluntaria o forzada, de la autonomía individual en
favor de una estructura jerárquica que legitima el control. Este ensayo explora
la obediencia desde una perspectiva psicológica y social, revisando sus
mecanismos, sus diferencias con otras formas de influencia, y las consecuencias
históricas y actuales de su ejercicio, con el fin de comprender cómo opera, por
qué persiste y cuáles son los dilemas morales que plantea.
En
términos técnicos, la obediencia se define como la conducta que resulta de la
aceptación de órdenes explícitas emitidas por una figura de autoridad legítima
(Myers & Twenge, 2019). A diferencia de la conformidad, que implica un
ajuste de comportamiento ante normas implícitas del grupo, la obediencia exige
una estructura jerárquica en la que el emisor de la orden tiene un estatus
claramente superior al receptor. La fuente no solo desea ejercer influencia,
sino también supervisar activamente la sumisión del subordinado, generando así
una asimetría funcional y relacional (Cialdini & Goldstein, 2004). Esta
dinámica relacional de poder hace que la obediencia no solo sea un fenómeno
psicológico, sino también una construcción social que perpetúa estructuras
verticales de control.
El
interés científico por la obediencia se consolidó a mediados del siglo XX,
especialmente tras los juicios de Núremberg, donde muchos criminales de guerra
nazis argumentaron haber “solo obedecido órdenes”. Esta defensa motivó a
Stanley Milgram (1963) a desarrollar uno de los experimentos más influyentes y
perturbadores de la historia de la psicología social. En su estudio, los
participantes estaban dispuestos a administrar descargas eléctricas
potencialmente mortales a otros individuos, simplemente porque una figura de
autoridad (el experimentador) así lo ordenaba. Los resultados mostraron que el
65% de los participantes llegó a aplicar la descarga máxima, a pesar del
sufrimiento evidente del supuesto receptor. Este hallazgo reveló que la
obediencia no era una desviación patológica, sino una predisposición
psicológica ampliamente distribuida en contextos de autoridad.
Milgram
argumentó que este fenómeno no se explicaba por la agresividad innata o la
falta de empatía, sino por lo que denominó el “estado agenteico”: un modo de
funcionamiento en el que el individuo se percibe a sí mismo como ejecutor de la
voluntad de otro, y no como agente moral autónomo (Milgram, 1974). En dicho
estado, la responsabilidad se desplaza hacia la figura de autoridad, y el
sujeto se exime psicológicamente de las consecuencias de sus actos. Esta
explicación fue profundamente polémica, pero tuvo la virtud de evidenciar cómo
estructuras aparentemente racionales pueden producir actos inhumanos cuando se
diluye la agencia individual.
Posteriores
investigaciones han ampliado y matizado estos hallazgos. Burger (2009),
replicando de forma parcial el experimento de Milgram bajo normas éticas
modernas, encontró niveles de obediencia sorprendentemente similares. Otros
estudios han mostrado que factores como la proximidad física entre la víctima y
el participante, el contacto visual con la autoridad o la percepción de
legitimidad del mandato influyen significativamente en los niveles de
obediencia (Blass, 1991). Así, aunque la obediencia puede ser una respuesta
automática, también se ve modulada por variables situacionales específicas, lo
que confirma su carácter contextual y contingente.
En este sentido, la obediencia no puede entenderse
sin considerar la función estructural que cumple en las sociedades humanas. En
contextos organizacionales, militares, religiosos o familiares, la obediencia
asegura la cohesión, la eficiencia operativa y la predictibilidad de conductas
(Kelman & Hamilton, 1989). Sin embargo, esta funcionalidad es ambivalente:
puede facilitar tanto la cooperación como la represión, tanto la construcción
colectiva como la violencia sistémica. La obediencia, por tanto, no es buena ni
mala per se, sino un mecanismo cuyo valor ético depende del contenido de la
orden y del sistema que lo legitima.
En este
sentido, es indispensable distinguir entre obediencia funcional y obediencia
autoritaria. La primera responde a un principio de coordinación racional en
sistemas democráticos o contractuales, mientras que la segunda implica la
sumisión acrítica a una autoridad que no admite disenso. La obediencia
autoritaria ha sido ampliamente estudiada en relación con regímenes
totalitarios, cultos destructivos y estructuras patriarcales (Altemeyer, 1996).
Este tipo de obediencia se basa en la internalización de la autoridad como
incuestionable, y a menudo está sustentada por mecanismos ideológicos,
dogmáticos o religiosos que desactivan el pensamiento crítico del individuo.
No
obstante, la obediencia no opera exclusivamente en contextos extremos. En la
vida cotidiana, millones de personas obedecen normas, leyes, reglamentos,
jefaturas y mandatos sin cuestionarlos, aun cuando estos contradigan sus
valores o intereses. Esta cotidianidad de la obediencia se sostiene, en parte,
por lo que Bourdieu (1991) denominó la “violencia simbólica”: un poder que se
ejerce de forma invisible y que lleva al sujeto a consentir su subordinación
como si fuera natural. A través del lenguaje, las instituciones, los rituales y
los dispositivos de autoridad, las sociedades producen cuerpos obedientes sin
necesidad de coacción física directa.
Desde la
psicología del desarrollo, se ha demostrado que la capacidad de obedecer
aparece tempranamente en la infancia, y que está estrechamente vinculada a la
formación del superyó y de la conciencia moral (Kohlberg, 1981). Sin embargo,
el proceso de socialización también determina a quién se debe obedecer y en qué
circunstancias. La familia, la escuela y los medios de comunicación enseñan, de
forma explícita e implícita, que la autoridad debe ser respetada, pero rara vez
se enseña a distinguir entre autoridad legítima y autoritarismo. Esta omisión
pedagógica favorece la obediencia ciega y dificulta el desarrollo del juicio
ético independiente.
Por otro lado, desde el ámbito neuropsicológico, algunos estudios han explorado las bases cerebrales
de la obediencia. Investigaciones con neuroimagen han identificado activaciones
en regiones relacionadas con la toma de decisiones, como la corteza prefrontal
dorsolateral, cuando los individuos enfrentan dilemas de obediencia versus
autonomía (Falk et al., 2010). Asimismo, se ha encontrado que la obediencia
reduce la actividad en áreas asociadas con la empatía, lo que podría explicar
por qué los sujetos obedientes pueden deshumanizar a sus víctimas sin
experimentar culpa. Esto no implica que la obediencia sea innata, sino que
existen circuitos neuronales que pueden ser inhibidos o activados dependiendo
del contexto social y del grado de presión ejercida.
La
obediencia también se ha estudiado en contextos de violencia institucional,
como las fuerzas armadas o los cuerpos policiales. Zimbardo (2007), a través
del experimento de la prisión de Stanford, mostró cómo la asunción de roles
autoritarios o subordinados puede transformar profundamente la conducta de los
sujetos, produciendo abusos, sumisión y despersonalización. En estos contextos,
la obediencia se combina con dinámicas de desindividuación y conformidad
grupal, generando una espiral de comportamientos deshumanizantes que escapan al
control racional del individuo.
Uno de
los aspectos más inquietantes de la obediencia es su capacidad para anular la
disonancia cognitiva. Festinger (1957) planteó que las personas experimentan
malestar psicológico cuando sus acciones contradicen sus creencias. Sin
embargo, en situaciones de obediencia, este conflicto se neutraliza porque el
sujeto atribuye su conducta a la autoridad externa, desactivando el juicio
moral propio. Esta externalización de la responsabilidad convierte a la
obediencia en un dispositivo eficaz para perpetuar injusticias sin que los
ejecutores las perciban como tales.
En la
actualidad, la obediencia ha adquirido nuevas formas a través de las
tecnologías de vigilancia, el control algorítmico y la autoridad mediática. La
obediencia digital, entendida como la aceptación acrítica de instrucciones
generadas por sistemas automáticos o contenidos virales, plantea nuevos
desafíos éticos. La autoridad ya no reside únicamente en personas con uniforme
o cargos jerárquicos, sino en plataformas, inteligencias artificiales y
dispositivos normativos que regulan el comportamiento mediante recompensas y
penalizaciones simbólicas (Zuboff, 2019). La obediencia, así, se convierte en
una función programada, sin conciencia ni deliberación.
Es
fundamental, por tanto, desarrollar una pedagogía de la desobediencia crítica.
Esto no implica fomentar el caos o el individualismo radical, sino educar en la
capacidad de discernir cuándo una orden debe ser cumplida y cuándo debe ser
resistida. Hannah Arendt (1963) lo expresó con claridad en su análisis del
juicio a Eichmann: el problema no era la maldad, sino la banalidad del mal, es
decir, la obediencia burocrática y sin reflexión. Solo una ciudadanía capaz de
pensar por sí misma puede resistir la obediencia injusta y defender los
principios éticos que sustentan la dignidad humana.
En
definitiva, la obediencia es un fenómeno multifacético que articula psicología,
poder y moralidad. Su estudio exige una mirada interdisciplinaria que reconozca
tanto su valor estructurante como sus peligros latentes. Comprender cómo y por
qué obedecemos es esencial no solo para prevenir atrocidades históricas, sino
también para construir sociedades más justas, críticas y autónomas. La
obediencia no debe ser suprimida, pero sí interrogada, cuestionada y delimitada
en función de los valores democráticos, la ética universal y la responsabilidad
individual.
REFERENCIAS
Altemeyer, B. (1996). The authoritarian specter.
Harvard University Press.
Arendt, H. (1963). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad
del mal. Lumen.
Blass, T. (1991). Understanding behavior in the
Milgram obedience experiment: The role of personality, situations, and their
interactions. Journal of Personality and Social Psychology, 60(3),
398–413.
Bourdieu, P. (1991). El sentido práctico.
Taurus.
Burger, J. M. (2009). Replicating Milgram: Would
people still obey today? American Psychologist, 64(1), 1–11.
Cialdini, R. B., & Goldstein, N. J. (2004). Social
influence: Compliance and conformity. Annual Review of Psychology, 55,
591–621.
Falk, E. B., Way, B. M., & Jasinska, A. J. (2010).
An imaging genetics approach to understanding social influence. Frontiers in
Human Neuroscience, 4, 62.
Festinger, L. (1957). A theory of cognitive
dissonance. Stanford University Press.
Kelman, H. C., & Hamilton, V. L. (1989). Crimes
of obedience: Toward a social psychology of authority and responsibility.
Yale University Press.
Kohlberg, L. (1981). Essays on moral development.
Vol. I: The philosophy of moral development. Harper & Row.
Milgram, S. (1963). Behavioral study of obedience. Journal
of Abnormal and Social Psychology, 67(4), 371–378.
Milgram, S. (1974). Obedience to authority: An
experimental view. Harper & Row.
Myers, D. G., & Twenge, J. M. (2019). Psicología
social (13.ª ed.). McGraw-Hill.
Zimbardo,
P. (2007). El efecto Lucifer: El porqué de la maldad. Paidós.
Zuboff,
S. (2019). La era del capitalismo de la vigilancia. Paidós.
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