PATOLOGIZACIÓN POR LA IDENTIDAD DE GÉNERO
PATOLOGIZACIÓN POR LA IDENTIDAD DE
GÉNERO
Desde
una mirada hacia la historia de la psicología y las ciencias sociales, la
patologización de la identidad de género constituye uno de los episodios más
significativos y controvertidos en la construcción sociocultural del cuerpo y
el sujeto. Durante décadas, la diversidad sexo-genérica fue entendida como una
desviación, una anomalía o un trastorno mental, sustentada en paradigmas
biomédicos y morales que confundieron la diferencia con la enfermedad. Esta
perspectiva no solo deslegitimó las experiencias vividas de miles de personas
transgénero y no binarias, sino que también generó un clima de estigmatización,
exclusión y violencia que perdura en múltiples ámbitos sociales y
profesionales. En este ensayo se analiza la genealogía de la patologización por
identidad de género, sus bases ideológicas y científicas, y las consecuencias
psicosociales que derivan de ella, así como las transformaciones recientes y
los desafíos para una psicología crítica y afirmativa.
El
concepto de identidad de género se refiere a la vivencia interna y profunda del
propio género, que puede o no corresponder con el sexo asignado al nacer. No
obstante, esta disonancia ha sido históricamente considerada un signo de
desorden mental, especialmente en los sistemas diagnósticos psiquiátricos como
el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales) y la CIE
(Clasificación Internacional de Enfermedades). La inclusión, en versiones
previas, del “trastorno de identidad de género” dentro del apartado de
enfermedades mentales validó la idea de que la diversidad de género es
inherentemente patológica, reforzando estereotipos y prejuicios sociales
(Drescher, 2010). Esta conceptualización se fundó en una mirada esencialista y
biomédica que reducía la complejidad subjetiva y social a un déficit o desvío
individual.
Este
abordaje patologizante tuvo consecuencias negativas profundas. En primer lugar,
promovió prácticas clínicas intervencionistas que buscaron corregir o
“normalizar” la identidad de género, muchas veces sin el consentimiento ni el
respeto por la autonomía de las personas afectadas (Lev, 2004). La psicología y
la psiquiatría ejercieron un rol disciplinar, en tanto control social y médico,
que reforzó la exclusión y la marginalización. A nivel social, la
representación de la identidad trans como “enfermedad” legitimó la
discriminación institucional, la violencia y la negación de derechos básicos,
desde el acceso a la salud hasta la igualdad legal y laboral (Coleman et al.,
2012).
La base
científica de esta patologización ha sido ampliamente cuestionada en las
últimas décadas. Estudios empíricos demostraron que la identidad trans no es
una patología, sino una expresión legítima de la diversidad humana que requiere
reconocimiento y apoyo, no exclusión (Bockting et al., 2013). Además, el
malestar que pueden experimentar algunas personas trans, conocido como disforia
de género, no es atribuible a la identidad en sí misma, sino a la presión
social, la transfobia y la falta de reconocimiento (APA, 2013). Por ello, la
psicología afirmativa y los modelos basados en derechos humanos proponen una
despatologización que priorice el bienestar psicosocial y la autonomía.
Cabe
destacar que la patologización no es un fenómeno exclusivamente biomédico, sino
que se inscribe en un entramado cultural que combina moral, religión y
política. Las creencias religiosas tradicionalistas, junto con ideologías
conservadoras, han impulsado discursos de rechazo y condena hacia las
identidades de género disidentes, considerando estas expresiones como
“antinaturales” o “pecaminosas” (Winter et al., 2016). Este fanatismo moral
legitima la violencia simbólica y física, promoviendo la exclusión social y
limitando el acceso a recursos y servicios esenciales.
En este
contexto, los profesionales de la salud mental enfrentan dilemas éticos y
técnicos significativos. Por una parte, deben acompañar a personas cuya
identidad de género puede generarles conflictos subjetivos debido al entorno
hostil; por otra, deben evitar reforzar la patologización o imponer modelos
normativos. La formación especializada y la sensibilidad cultural son
fundamentales para ofrecer intervenciones respetuosas, centradas en la persona
y su contexto (Reisner et al., 2016). Los enfoques terapéuticos contemporáneos
privilegian la afirmación identitaria, el fortalecimiento del autoestima y el
abordaje del estrés minoritario, en contraste con la historicidad del control y
la corrección.
El
impacto psicosocial de la patologización se manifiesta en múltiples
dimensiones. La internalización del estigma puede derivar en problemas de salud
mental, como ansiedad, depresión, trastornos alimentarios y conductas suicidas,
que están presentes en tasas elevadas en personas transgénero (Haas et al.,
2014). A su vez, la exclusión social dificulta el acceso a la educación, el
empleo, la salud y la participación social plena, perpetuando círculos de
vulnerabilidad (Grant et al., 2011). Por ello, la lucha contra la
patologización es también una lucha contra las condiciones estructurales que
afectan la calidad de vida y los derechos humanos de las personas con
identidades de género diversas.
En los
últimos años, organismos internacionales como la Organización Mundial de la
Salud han avanzado en la revisión de sus clasificaciones diagnósticas,
desplazando el “trastorno de identidad de género” de la sección de enfermedades
mentales a categorías relacionadas con la salud sexual y reproductiva,
enfatizando la no patologización (OMS, 2019). Esta decisión refleja una
transformación epistemológica y política que abre el camino a una atención
sanitaria más inclusiva, respetuosa y basada en evidencia. Sin embargo, el
cambio en el discurso institucional no ha eliminado las prácticas
discriminatorias ni el estigma social, que persisten como desafíos
fundamentales.
En el
ámbito legislativo, numerosos países han promovido leyes de identidad de género
que reconocen el derecho a la autodeterminación sin necesidad de diagnósticos
psiquiátricos, eliminando así barreras legales para el cambio registral y el
acceso a tratamientos de afirmación (Stryker, 2017). Estas reformas representan
un avance en términos de justicia social, aunque su implementación efectiva
requiere acompañamiento integral en salud, educación y empleo, así como
campañas de sensibilización para modificar las actitudes sociales.
Resulta
indispensable comprender que la patologización no solo afecta a las personas
trans, sino que constituye un mecanismo más amplio de regulación social sobre
los cuerpos y las identidades, que se replica en otras poblaciones
estigmatizadas. La interseccionalidad (Crenshaw, 1991) permite identificar cómo
la identidad de género se cruza con la raza, la clase social, la discapacidad o
la orientación sexual, configurando experiencias específicas de opresión o
privilegio. Así, las estrategias para erradicar la patologización deben ser
multidimensionales y culturalmente sensibles.
La
educación y la formación profesional son herramientas clave para desarticular
la patologización. Incorporar enfoques críticos de género y diversidad en los
planes de estudio de psicología, medicina y trabajo social contribuye a
transformar los imaginarios y prácticas clínicas (Pérez-Sánchez &
López-Sáez, 2017). Además, la promoción de investigaciones participativas con
personas trans asegura que los saberes emergentes respondan a las necesidades
reales y respeten la autonomía de los sujetos.
Finalmente,
la visibilización y el empoderamiento comunitario juegan un rol fundamental en
la resistencia frente a la patologización. Los movimientos sociales trans han
sido agentes de cambio decisivos, denunciando la violencia institucional,
reivindicando derechos y construyendo nuevas narrativas que celebran la
diversidad de género como una riqueza cultural y humana (Spade, 2015). En este
sentido, la psicología social tiene la responsabilidad de apoyar estas luchas
desde una perspectiva ética, crítica y transformadora.
La
patologización de la identidad de género es un legado histórico que refleja la
confluencia de prejuicios, desconocimiento científico y regulaciones normativas
que han marcado a la diversidad sexo-genérica como anomalía y enfermedad. Sin
embargo, el avance del conocimiento científico, la movilización social y la
revisión crítica de los discursos han permitido desnaturalizar esta
patologización, reconociendo la identidad de género como una expresión legítima
y digna de la condición humana. La psicología y las ciencias sociales deben
asumir un compromiso ético para erradicar prácticas y discursos patologizantes,
promover el respeto y la inclusión, y contribuir a la construcción de
sociedades que reconozcan la multiplicidad de identidades como parte esencial
de la diversidad humana. Solo así será posible superar la violencia estructural
y simbólica que la patologización ha perpetuado y avanzar hacia un horizonte de
justicia y reconocimiento pleno.
REFERENCIAS
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